MEDIASVERDES

Hay pesadillas que con el tiempo se van apagando en nuestra memoria hasta dejar apenas un pequeño rescoldo. Una brasa que se aviva cuando los demonios que habitan en los oscuros rincones de nuestros recuerdos baten las alas al pelearse entre sí.

El infierno que vivimos en el norte de Canadá mis compañeros de expedición y yo durante aquel otoño del año 1821, y el gélido interminable invierno que le siguió, volvió vívidamente a mi memoria cuando al regresar a Inglaterra tuve que ayudar a mi comandante a redactar el informe oficial de la expedición para el Almirantazgo. No pudimos reflejar en sus páginas la inconcebible realidad del horror experimentado por miedo a que nos tomaran por dementes. El jefe fue muy explícito en cuanto a ese asunto, todos juramos por nuestras tumbas no decir una sola palabra de lo ocurrido, ni siquiera a nuestras esposas y familiares más allegados. El documento, terrible pero sobrio a la vez, no dejaba traslucir ni un solo ápice de la brutal locura que padecimos. Sin embargo, nuestro forzado silencio solo consiguió que nos consumiéramos interiormente un poco más de lo que ya lo estábamos tras todos aquellos meses de privaciones. 

Sueño desde entonces con los fantasmas de los compañeros que murieron en aquellas desoladas tierras. Me miran con callado desprecio, reprochándome no haber sucumbido junto a ellos a los horrores de aquel espantoso confín del universo. Sus restos mortales jamás encontraron el descanso de una tumba apropiada ni la purificación de una hoguera funeraria, por lo que sus espíritus no hallaron nunca el merecido reposo prometido por sus respectivas creencias. Sus silenciosas miradas de acusación, se tornan recurrentemente en mis pesadillas, en rostros deformados por el dolor que emiten ensordecedores alaridos. Sus almas me mortifican insufriblemente todas las noches y hacen que me retuerza en mi lecho. Empapado en sudores fríos mis inmisericordes camaradas me arrebatan el descanso oprimen mi corazón y acortan mis días de vida.

Ahora, a los setenta y cuatro años de edad, en el anochecer de mi miserable existencia, me he decidido a escribir la espeluznante historia de lo que realmente ocurrió en la vastedad de aquellos helados bosques del norte de Canadá y más allá, en las inmensas llanuras baldías que se extienden hasta el océano glacial. Un horripilante lugar donde nada crece, excepto agrios e insípidos líquenes, y donde ningún ser humano habita, ni debería habitar nunca. En esas tierras yermas, los demonios vagabundean a su antojo y arrojan a las profundidades de los peligrosos horrores que esconde, a cualquier incauto viajero que se cruce en su camino. Quiero, en estas hojas garabateadas desde este lecho, que pronto albergará mi cadáver, liberar y limpiar de alguna manera mi alma ennegrecida. Creo que, abriendo a través de mis palabras esa puerta de mi mente que tantos años he mantenido cerrada, encontraré por fin el descanso que tantos años he ansiado. 

Preparativos

Nuestra expedición era parte de un ejercicio combinado por tierra y mar del gobierno Británico que pretendía descubrir el escurridizo paso del Noroeste en el extremo norte del continente americano. El popular, prometedor y recién ascendido capitán William Edward Parry, trataría de encontrar el paso por mar a bordo de sus barcos mientras que el joven, regordete, calvo y risueño teniente John Franklin, de treinta y tres años de edad, el cirujano John Richardson, los guardiamarinas George Back y Robert Hood y yo, John Hepburn, debíamos alcanzar por tierra la costa norte de Canadá para explorar los enormes vacíos que todavía presentaban los mapas en aquella zona. La ambiciosa maniobra, que por su planteamiento, parecía tratarse más de una operación militar que de un viaje de exploración, pretendía zanjar de una vez por todas el asunto del descubrimiento de aquel pasaje.

Tras la finalización de las guerras napoleónicas después de la batalla de Waterloo, la escasez de batallas en las que poder combatir y promocionar había sacado de las sangrientas cubiertas de los navíos de línea de la Armada a muchos oficiales que habían sido desterrados a sus hogares a regañadientes y a media paga. Para nosotros, hombres de guerra acostumbrados a ver como las balas de cañón partían cuerpos por la mitad como si fuesen muñecos de paja, participar en una aventura de exploración polar se nos antojaba como un idílico paseo militar en el que no faltarían oportunidades para poder ascender fácilmente. Podíamos considerarnos muy afortunados, ya que los voluntarios para participar en ellas no escaseaban precisamente, y este tipo de misiones prometían ser aventuras sugerentes que sin duda nos abrirían las puertas a la posteridad, al honor y al reconocimiento, al menos eso era lo que seguramente mi querido Franklin pensó cuando aceptó la propuesta de sus patrones. 

Pero las imprecisas órdenes del Almirantazgo, y la forma tan acelerada y grotesca con la que se esbozaron los planes, proyectaron, desde el primer momento, una amenazante sombra de duda que se alojó rápidamente en nuestros corazones. Un mal presentimiento que se apoderó de nuestras mentes, enturbiando el inicial regocijo con el que habíamos recibido la aparente buena noticia. 

La ruta a seguir nos llevaría a recorrer a pie, trineo y canoa los casi dos mil kilómetros que separaban la bahía de Hudson del Gran lago Esclavo, una enorme extensión de agua situada en pleno corazón del norte de América. Un pequeño mar interior rodeado de impenetrables bosques donde desde una orilla no se alcanzaba a ver la otra. Desde allí, debíamos descender el río Coppermine hasta alcanzar su desembocadura en la costa norte del continente bañada por el océano polar. Se trataba de una expedición planeada para durar varios años. En aquellas latitudes la posibilidad de continuar un viaje en invierno era impensable, la caza disminuía drásticamente en aquella época y resultaba imposible avanzar sobre los varios metros de nieve polvo que se apelmazaban al pie de los árboles, de manera que el plan preveía que tuviéramos que invernar al menos en dos ocasiones al norte del gran lago para poder cumplir con nuestras órdenes.

Las órdenes..., como si una tomadura de pelo se tratara... ofrecían al comandante de expedición la desconcertante posibilidad de seguir la ruta que considerase más oportuna una vez alcanzada el océano. Franklin tendría la libertad de poder dirigirse hacia el oeste o hacia el este y explorar cuantos kilómetros fuese posible de la costa norte de américa. Además, a ser posible, invitaba a los expedicionarios a reunirse con Parry, al que por algún motivo, los geógrafos reales debían de imaginar navegando plácidamente por aguas libres de hielos, en algún lugar indefinido de ella para poder regresar a casa cómodamente a bordo de sus barcos. Al parecer el Almirantazgo pensaba que encontrarse en el archipiélago canadiense debía de tratarse de algo así como llegar a una cita con tu prometida en Times square. Por supuesto, aquel encuentro nunca tuvo lugar, quizás providencialmente para Parry, cuya expedición resultó después de todo ser una de las más exitosas de la exploración polar de aquella época al haber batido el récord de longitud en su exploración del pasaje hacia el oeste, mientras que la nuestra, optaría durante muchos años a ostentar el honor de ser una de las expediciones más desastrosas y trágicas acontecidas hasta la fecha. 

Pero la juventud es un potencial y virtual asesino al que hay que conocer bien y domeñar si uno no quiere que sus audaces y temerarias decisiones nos arrastren a la muerte a través de actos de pura incosciencia. El sentimiento de indestructibilidad que tenía con veinticinco años, cuando zarpamos junto con el resto de los miembros del equipo, no se había visto mermado por mi experiencia en las campañas de guerra en las que ya había participado, y la valentía que alimentaba mi ignorancia acerca de los riesgos futuros a asumir, reinaba en mi corazón, y supongo que también lo hacía en el del resto de mis camaradas de expedición. Aquella era la primera vez que participaba en una misión de exploración por tierra y también era ésta la primera vez que Franklin dirigía una. Tierra, un destino sin duda peculiar para gente de mar. Aunque estábamos entusiasmados, no podíamos en el fondo evitar sentirnos como peces fuera del agua. Sustituir nuestros familiares océanos, arrecifes y tormentas por bosques nevados, lagos y ríos helados era algo que nos aterrorizaba y fascinaba a partes iguales.

Pero no todos los peligros que nos esperaban en aquellas regiones del ártico eran propiedad exclusiva de la naturaleza, pronto aprenderíamos bien aquella lección. Sus habitantes, víctimas de horrores inhumanos, también contribuían a pintar con sangre de cuando en cuando el hermoso tapiz de nieve donde se alzaban majestuosamente los pinos, abetos, abedules y las rocas perladas de líquenes de las tierras muertas del norte que decoran la región. El resultado de nuestra expedición contribuiría a suscribir la brutalidad y demencia que habita en aquellos lares aportando poca información geográfica nueva y dejando a cambio como peaje, un reguero de cadáveres despedazados y almas perdidas sin rumbo por el camino.

Creo que el entusiasmo que se apoderó de Franklin al ser nombrado jefe de expedición, ofuscó de alguna manera su sentido común a la hora de evaluar los medios de los que disponía y los riesgos a los que se enfrentaba. Pobre John, después de aquella odisea nuestra amistad perduraría todavía muchos años, y habría durado toda la vida si el infame paso del noroeste finalmente lo no lo hubiera engullido para siempre años más tarde, quién sabe si también víctima del mismo horror que nos atacó en los bosques. 

La respuesta al porqué de este mal planteamiento se podría encontrar seguramente en la prepotencia que exudaba por todos los poros nuestro extenso y amado imperio. Dentro de los oscuros y rancios salones del Almirantazgo, las vetustas cabezas pensantes de los lores no albergaban dudas acerca de que sus largos y huesudos dedos pudieran tener capacidad para influir en las tribus locales y en los puestos comerciales avanzados que la Hudson Bay Company tenía en aquel remoto confín del universo para que estos nos concedieran toda la ayuda que requisieramos. Pero por desgracia, calibraron mal su poder, y la organización fue un completo desastre desde el principio. Nuestro presupuesto era insuficiente y el apoyo local resultante fue finalmente prácticamente nulo. Tampoco se pudo prever, por supuesto, que pudiesen existir amenazas sobrenaturales que pudieran poner en peligro las vidas de sus compatriotas. Además, de haberse conocido, habrían sido ignoradas, no había cabida en aquel moderno mundo en plena industrialización para supersticiones de indígenas ni charlatanerías de chamán.

A pesar del completo fiasco que protagonizamos, a nuestro regreso, los que sobrevivimos recibimos el reconocimiento y todos los honores por parte de nuestro gobierno. Nos habíamos llevado aquella gloria tan buscada por nosotros, sí, pero ¿a qué coste?. Aquel homenaje no podía compensar el hecho de que los cadáveres de casi todos nuestros guías y porteadores mestizos, o “Voyageurs” como ellos mismos se denominaban, tapizaran ahora el camino hacia ella. También planeaba sobre nosotros la sombra de haber practicado canibalismo, una lacra que se cernió con especial virulencia sobre el doctor Richardson y sobre mí que jamás pudimos sacudirnos del todo de nuestro historial. Si el mundo hubiese sabido la verdad de lo ocurrido quizás hubiesen pasado por alto aquellos escabrosos detalles y nuestra honra hubiese sido mermada en menor medida, pero no nos habrían creído. 

Cruzando el océano

Y por fin, llegó el día de partir. Embarcamos en uno de los mercantes que la Hudson Bay Company utilizaba junto con otros buques que hacían de lanzadera entre Londres y los puestos de comercio en América para llevar hombres y traer en el viaje de regreso las pieles y resto de mercancías obtenidas por los cazadores y tramperos de la compañía. Zarpamos del puerto de Gravesend con destino a la Bahía de Hudson a finales de la primavera de 1819. Era un día de calor sofocante que hacía emanar de la basura flotante del Támesis, y demás ponzoña procedente de Londres, unos pestilentes efluvios que nos acompañaron hasta que por fin navegamos en las aguas abiertas de la costa este de Inglaterra. Navegamos hacia el norte hasta alcanzar las islas orcadas al norte de Escocia desde donde tomamos la ruta habitual por la que navegaban balleneros y mercantes hacia el oeste, siguiendo el paralelo que da a parar justamente al estrecho de Hudson por el que se accede a la bahía. 

La llegada al puesto comercial fue un tanto fría, no se produjeron las grandes demostraciones de alegría ni de orgullo patriótico que esperábamos encontrarnos, sino todo lo contrario. Pareciera como si hubiéramos llegado en mal momento, como si en realidad no nos estuviesen esperando. Nada estaba preparado para nuestra partida que debía de producirse de manera inmediata a nuestro desembarco. Sabíamos que las cartas con las instrucciones del Almirantazgo habían llegado con meses de antelación, pero al parecer, éstas habían sido recibidas con hastío, probablemente porque la compañía se encontraba inmersa en una tensa situación de guerra no declarada con la otra compañía trapera de la zona, la compañia del Noroeste. El caso es que no disponíamos de las embarcaciones adecuadas ni de los suministros necesarios para nuestro largo viaje y hubo que recurrir en gran medida a la improvisación.

Ahora, con el tiempo, pienso que puede que también influyera en la laxitud con la que se siguieron las órdenes recibidas, el hecho de que el gobernador del puesto comercial estaba convencido de que nuestra misión estaba condenada al fracaso más absoluto, algo que Franklin también debió de empezar a interiorizar por aquel entonces. 

Finalmente, ante la persistente presión de nuestro comandante y del doctor, conseguimos hacernos con una pequeña embarcación y reclutar a los porteadores y cazadores necesarios que nos habrían de acompañar al menos durante la primera parte del viaje.

El viaje al norte

Una vez parcialmente resueltos los inconvenientes iniciales, partimos por fin hacia el norte. La inmensidad de aquel país nos sobrecogió desde el mismo momento en el que nuestros pies lo pisaron. Cada colina a la que ascendíamos estaba rodeada de kilómetros y kilómetros de bosques interminables que llegaban hasta donde alcanzaba la vista. Era muy diferente a lo que estábamos acostumbrados. El doctor Richardson, Back y yo pronto nos habituamos al entorno y nos desenvolvimos con destreza, pero creo que Hood y Franklin nunca llegaron a adaptarse bien a aquel nuevo mundo. 

Lobos, osos y agresivos alces hacían desaconsejable aventurarse solo o simplemente, alejarse del campamento por la noche para evacuar nuestras necesidades. Prácticamente todo el recorrido hasta el gran lago Esclavo lo haríamos remontando el río en canoa aunque también tendríamos que caminar y portear nuestras embarcaciones de tanto en tanto para remontar los rápidos y saltos más peligrosos. Era sobre todo en estos tramos donde nos sentíamos tan inútiles como niños pequeños, sin embargo, los porteadores y cazadores que nos acompañaban se manejaban con soltura cargando casi sin esfuerzo las canoas y los pesados petates con el material y las provisiones.

La travesía del continente se sucedió durante días, semanas y meses. Recorríamos diariamente tramos que variaban entre diez y veinte kilómetros en función de la dificultad del terreno. Pescábamos y cazábamos cuando era posible y acampábamos al atardecer habitualmente a la ribera del río. Invariablemente, las espectaculares puestas de sol eran seguidas por noches sobrecogedoramente frías. Algo en aquella brutal inmensidad te hacía sentir pequeño, insignificante y frágil, los cinco coincidiamos en que la sensación de desprotección era más poderosa que cuando nos encontrábamos en alta mar. Nos encontrábamos en un mundo más salvaje, más primitivo y ancestral que el propio océano. 

El primer invierno

El invierno anunció su presencia con inclementes e intensas nevadas y con abruptas bajadas de temperatura que helaron el tuétano de nuestros huesos. Apenas existía el otoño en aquellas regiones, en cuestión de días el paisaje verde se vistió de blanco y pronto empezó a congelarse el mercurio en los termómetros por la noche. Las noches eran tan frías que mientras calentabamos nuestros rostros y manos al calor de la hoguera nuestras espaldas se congelaban sin piedad. 

Llegamos justo a tiempo a Cumberland House, uno de los puestos avanzados de la HBC en el norte, para refugiarnos del invierno. Allí tendríamos que esperar durante los siguientes meses a que las condiciones mejoraran. Decenas de harapientos traperos y tribus locales se hacinaban en las escasas cabañas con las que contaba el asentamiento. Gracias a ellos nos enteramos de que el invierno pasado había sido particularmente duro. La extrema crudeza de la pasada temporada había provocado que no hubiera apenas caza. No se encontraban renos, zorros, liebres ni ardillas, era como si todos los animales del bosque hubiesen desaparecido de un plumazo atemorizados por alguna otra criatura aún más terrible que el imperante frío polar. 

Aquí y allá, alrededor del fuerte, corrían rocambolescas historias donde no faltaban los más insólitos y mórbidos detalles que pudieran haber oído nunca oídos ingleses. Seguramente, o eso creíamos, en aquellos relatos se mezclaba a partes iguales mito y realidad, pero era obvio que aquellos que las narraban lo hacían creyendo cada palabra que decían. De los corrillos que se formaban en torno a improvisadas hogueras, surgían exclamaciones de sorpresa que nos hacía levantar de tanto en tanto la mirada con curiosidad y nos invitaba a acercarnos a los grupos de traperos donde se relataban los aspectos más escabrosos de aquellas historias. Se contaba que recién nacidos, que habían sido privados de sus madres, habían sido alimentados por la leche producida por el pecho de sus padres, que algunas familias indias que habían quedado aisladas de su tribu, habían tenido que recurrir a sacrificar y a devorar a algunos de sus congéneres para poder subsistir a la hambruna reinante. No dábamos crédito, ¿Cómo era posible que aquellos indios se hubieran alimentado de la carne de sus familiares y amigos?. Se decía que aquellos ancianos que no contaban con poder sobrevivir las bajísimas temperaturas a las que se enfrentaban, se ofrecían voluntarios para alimentar a sus familias y que no pocas madres tuvieron que sacrificar a todos sus hijos cuando se dieron cuenta de que éstos no iban a tener ninguna posibilidad de sobrevivir. Las madres se alimentaron de sus hijos, y los hijos y nietos de sus abuelos y padres. 

Era un horror inconcebible para nosotros que nos considerábamos por entonces hombres duros de mar acostumbrados a la crueldad de la guerra, la sangre y la muerte. Pero aquello era algo totalmente distinto y muy difícil de asimilar. No se trataba de enfrentarse a un enemigo físico con la violencia y el ardor de la batalla, ni de combatir contra la fuerza de una galerna. Era una lucha contra un horror lento, frío, cruel e invisible que te cercaba como una enfermedad terminal. No se nos pasaba por la cabeza que algo parecido nos pudiera suceder a nosotros, ¡¡éramos Británicos por amor de Dios, no salvajes!!. Británicos, sí, pero viajando en un mundo brutal que podía fácilmente en cuestión de días transformarnos en algo peor que animales. Pronto aprenderíamos la inolvidable lección de que el hambre puede provocar en tus entrañas un dolor físico que te puede hacer llegar a gritar cuando es muy intensa. Todas las noches los gemidos de los niños, adultos y ancianos que acampaban en el exterior nos recordaban la realidad del mundo en el que nos habíamos adentrado.

El Wendigo

Los indios también nos aterrorizaban con otras historias algo más insólitas, seguramente producto de la imaginación desbocada que provocaba el aislamiento y quizás también por el abuso de alcohol consumido durante sus largas estancias en las proximidades de los puestos comerciales. Eran historias acerca del Wendigo, el espíritu polifacético de los bosques en el que creían todas las tribus del norte de Canadá. Para algunos una criatura caníbal y despiadada que es atraída por la maldad, para otros un mero compañero de viaje o ángel de la guarda, y para los menos, una criatura ancestral inofensiva que habita en lugares inaccesibles, se alimenta del musgo que crece en las rocas y se esconde para no ser visto ante la proximidad de los seres humanos. 

Hood, Back y yo nos reíamos insolentemente delante de ellos cuando escuchábamos estos relatos con descarada incredulidad, quizás para disimular el cierto nerviosismo y espanto que al mismo tiempo no podíamos evitar sentir. Sin embargo, el doctor y el Franklin no reían. En su lugar, miraban sin pestañear pálidos y sombríos las caras de los indios iluminadas por la hoguera. Contaban aquellas historias en medio de aquel frío terrible con ojos abiertos y voz temblorosa. No era precisamente tranquilizador el hecho de que no hubiera rastro de sarcasmo ni burla en sus semblantes. Richardson y Franklin habían tenido acceso a los diarios de los exploradores que nos habían precedido en aquellas tierras, no a la versión editada y publicada en Inglaterra, sino a sus cuadernos de viaje originales escritos cuarenta años antes. Quizás hubiesen leído algo en ellos que les hiciese pensar que aquellos cuentos de brujas eran algo más que historias para asustar a forasteros y niños.

Noche sí, noche no, sobrevenía algún espeluznante cuento relacionado con el Wendigo en el que siempre desaparecía algún incauto cazador por la noche o alguna mujer acababa perdida en la niebla para no volver a aparecer jamás. Algunos aseguraban haberlo visto, pero ninguna descripción de aquellos supuestos testigos coincidía. Solo existían ciertos detalles que invariablemente se repetían una y otra vez en todas aquellas fascinantes historias. 

La abominable criatura, aparecía ocasionalmente después de que se hubiese producido algún acto de maldad o injusticia, como si hubiese sido atraída por el olor a perversidad. Entonces, como si de una bestial sirena se tratase, cautivaba con su voz a los taciturnos indios y voyageurs que se encontraran en ese momento cazando o viajando por el bosque, tuvieran o no, algo que ver con aquel acto. El Wendigo hechizaba con su canto sordo y gutural a los desgraciados que tenían la mala fortuna de desvelarse en lo más profundo de la noche, localizaba al alma despierta y susurraba entonces su nombre de forma queda incluso desde distancias enormes, mientras lo buscaba, olisqueando en el aire helado, acercándose al incauto. 

Podían pasar horas hasta que realmente se encontraba tan cerca que se podía oler su agrio hedor, para entonces, ya era demasiado tarde, nada podía escapar a su llamada. 

Normalmente, el cazador llamado abandonaba la tienda en mitad de la noche para perderse en las profundidades del bosque o era arrastrado por los pies fuera de ella bajo una intensa aurora boreal de un particular color morado. Mientras, el viento aullaba con furia atronadora agitando las copas de los árboles mientras el rumor del agitar de sus ramas se mezclaba con el gorgoteo susurrante de su voz. Era a partir de este punto donde las historias divergían unas de otras y empezaban a perder coherencia. Las huellas dejadas en la nieve por los pies del hechizado, se espaciaban entre sí cada vez más hasta alcanzar separaciones imposibles. Los compañeros de la víctima reclamada por la criatura, demasiado aterrorizados para salir de sus heladas tiendas, oían como los aullidos de sus compañeros se alejaban, alaridos amortiguados por el borboteo de la sangre, que se interrumpían bruscamente cuando sonaba el chasquido de sus huesos al partirse como ramas secas. 

El Wendigo, una vez atraído por el mal cometido, no distinguía entre sus víctimas, todos los presentes se convertían en presas y solo en contadas ocasiones algún aterrorizado cazador sobrevivía para narrar la historia de forma delirante. Otra variante de aquella historia decía que en lugar de intervenir directamente, la criatura hacía enloquecer a los cazadores obligándoles a matar sádicamente al resto de sus compañeros. Hood y yo nos mirabamos a los ojos espantados. 

Mediasverdes

Cuando el invierno finalmente pasó, el esplendor de la primavera que la siguió alejó el frío de nuestros corazones y borró parte de los horrores oídos durante las interminables y gélidas noches vividas en Cumberland House. Las flores volvieron a brotar, el paisaje reverdeció y los animales regresaron. Tan pronto como fue posible viajar de nuevo, nos pusimos en marcha. Tiempo después alcanzamos Fort Providence, otro puesto comercial de la HBC ubicado en la orilla norte del Gran lago Esclavo donde nos reunimos con Akaitcho, jefe de una tribu de indios Yellowknife. El gobernador de la compañía había acordado que nos acompañarían en nuestro viaje al norte , lo más lejos posible e instalarían depósitos de comida para nuestra vuelta. La escasez de recursos hizo que Akaitcho se sumara al elenco de locales, incluidos los miembros de la HBC, que pensaba que moriríamos irremediable y horriblemente en sus tierras de una manera u otra, ahogados en el imprevisible océano septentrional, de hambre en las tierras baldías o bien, en última instancia, devorados o abducidos por el mítico Wendigo. Deberíamos de haber previsto que el tiempo daría la razón a aquel agorero Jefe.

Por las mañanas, la negrura que había invadido nuestras almas al irnos a dormir arropados en aquellas horribles historias de muertes ocurridas en lo más profundo del bosque, se desvanecía con la luminosidad que desprendía Mediasverdes que nos despertaba con su dulce canto mientras lavaba la ropa o cuando aparecía después de haberse bañado en el campamento meciendo al sol su larga melena negra como el azabache, toda mojada y toda plagada de flores silvestres.

Mediasverdes era la hija de Akaitcho y lucía esa belleza inocente y salvaje tan propia de las chicas de su edad pero de una forma particular, muy diferente a la del resto de muchachas indias de la tribu que nos acompañaba. La llamábamos Mediasverdes por las largas medias de color verde esmeralda que siempre lucía y que nos cortaba la respiración cuando el viento levantaba su vestido y hacía que se vieran incluso a distancia.

El oscuro Back y el ingenuo Hood, los dos jóvenes guardiamarinas tan distintos el uno del otro como si encarnaran el bien y el mal, habían caído embrujados bajo su poderoso hechizo, algo por lo que, sinceramente, yo al menos no les podía culpar.

Ahora con el tiempo empiezo a entender que algo en el profundo pero envenenado amor que Back demostró profesar hacia Mediasverdes, y los hechos que acontecerian tiempo después, pudieron ser la causa que atrajo la tragedia sobre nosotros cuando más expuestos nos encontrábamos en las tierras baldías del norte. Sin duda, la demostración de maldad que Back protagonizó fue la causa que provocó que el Wendigo detectara nuestra indeseada presencia y nos siguiera hasta los confines más remotos de la tierra para cernirse sobre nosotros como un águila y diezmarnos indiscriminadamente como si fuésemos un rebaño de dóciles ovejas.

Era evidente para algunos de nosotros que Back se enamoraría de la hermosa y joven india, Back se enamoraba fácilmente de cualquier mujer hermosa. Aunque normalmente la atracción sentida solía desaparecer tan rápido como había venido, aquella vez al parecer, había aparecido para quedarse. Algún resorte se había disparado y había puesto en marcha los oxidados engranajes del mecanismo de relojería que accionaba su misterioso y tenebroso corazón. 

Todos esperabamos que tarde o temprano el evidente flirteo de Back diera algún resultado, por lo que nos sorprendimos cuando nos percatamos de que que el bondadoso Robert Hood se había ganado el amor de Mediasverdes. Un amor prestado que la muchacha le ofreció a escondidas durante los largos paseos que ambos daban a orillas de los lagos junto a los cuales acampábamos cada noche. Algo en la tierna inocencia de Hood, y esa especial sensibilidad que proyectaba en las acuarelas que dibujaba, habían captado la atención siempre curiosa de la joven y bella india. 

Hood se estremeció cuando Mediasverdes le susurró al oído una de las pocas palabras que había aprendido de su idioma. Sus cabellos se erizaron, sus cejas se arquearon y sus ojos se abrieron de par en par, no le dio a tiempo a contestar:

- Pero que…- 

Acertó a decir justo antes de que los labios de Mediasverdes se plantaran en los suyos. Sus ojos, verdes, indómitos y angelicales traspasaron los suyos cuando después de besarle, se abrazó con dulzura a su cuello para mirarle durante un largo rato. Los últimos rayos de sol igualaron entonces el diferente color de sus rostros con los suaves tonos anaranjados del atardecer. Se estaba forjando un amor jóven que ambos protagonistas trataron de mantener en secreto, pero que, a pesar de las infranqueables barreras culturales que aparentemente lo hacían imposible, podría haber durado toda la vida si las cosas no se hubieran retorcido de una manera horrible y salvaje tiempo después. 

Pasado el verano, un buen día de inicios de otoño, cuando la expedición se encontraba próxima a alcanzar Fort Enterprise, el puesto comercial donde debíamos pasar el siguiente invierno antes del último asalto a nuestro objetivo, un fuerte viento de tormenta se levantó durante el tranquilo atardecer. El idílico paisaje, ahora decorado por el color otoñal de las hojas a punto de caer de los árboles, se vio transformado en un torbellino furioso que las arrancaba ferozmente de las ramas. 

La pareja de enamorados, tuvo que interrumpir su habitual paseo para volver corriendo a la enorme hoguera del campamento que luchaba por mantenerse encendida contra la lluvia racheada. Entusiasmados y divertidos por el imprevisto chaparrón que les había calado hasta la ropa interior, no soltaron sus manos incluso cuando penetraron dentro del círculo apretado que los indios habían formado alrededor del fuego para calentarse. 

Back, que se encontraba en ese momento con los indios, miraba la escena aturdido. El color blanco, que dominó su rostro por unos instantes, pasó rápidamente a adoptar un fuerte color anacarado de vergüenza e ira al darse cuenta de lo que ocurría entre Mediasverdes y Hood. La pareja, mientras, permanecía dándose la mano riendo a la vez que se sacudían el agua de la frente y pelo como podían. 

Back se levantó indignado al igual que lo hizo Akaitcho que también estaba presente. Sus voces en dos idiomas distintos, acunados a tantos miles de kilómetros de distancia, se trenzaron en el aire y atravesaron las llamas llegando a la pareja de enamorados en un tono y con un mensaje que no dejaba lugar a dudas de que aquella relación no contaba con la aprobación de sus respectivos mundos de origen. 

Mediasverdes no entendía el porqué de aquel rechazo. Hood, sin embargo, se dio cuenta rápidamente que los dos años de continuos roces y enfrentamientos con Back, debidos a sus dos personalidades tan opuestas, iban finalmente a pasar factura en ese preciso instante. Yo por mi parte, apenas podía creer lo que estaba ocurriendo, ambos hombres rodearon la enorme hoguera caminando el uno hacia el otro con paso vigoroso para enzarzarse en un agresivo forcejeo. Los indios se levantaron y formaron un círculo alrededor de ellos animandoles entre risas a matarse entre sí. No podían esperar mejor espectaculo que ver como dos forasteros británicos se atizaban entre sí delante de ellos. Empezó a nevar mientras Mediasverdes miraba horrorizada la esperpéntica escena.

Las amenazas de muerte que se cruzaron adoptaron un beligerante tono creciente que resultaba cada vez más creíble. Desgraciadamente para mí, Franklin y Richardson no estaban presentes en aquel momento, aquella tarde habían ido a atender a una anciana enferma perteneciente a una tribu cercana y probablemente no regresarían hasta la mañana siguiente. No sabia que hacer. Miraba a los dos contrincantes alternativamente como si de un partido de tenis se tratase incapaz de reaccionar.

Las risas de los indios se tornaron en abucheos burlones e incrédulos cuando Back retrocedió a nuestra tienda y regresó con una pistola en cada mano. Me las tendió con gesto feroz, conminandome entre insultos y amenazas a que las cargase. No me podía negar, al fin y al cabo, Back era el oficial de mayor rango presente en aquel momento. 

Con manos temblorosas, introduje la pólvora y retaqué las armas. Ahora, con el paso del tiempo no se si la mia fue una decisión acertada de la que tendré que arrepentirme toda mi vida, pués la humillación y amargura que mi argucia provocó en George, pudo ser la causa que detonó que el espíritu demoníaco de los bosques del norte, se despertara y se cebara con la ya ennegrecida alma del guardiamarina.

Tendí las armas de vuelta a Back que a su vez arrojó a los pies de Robert una de ellas. los indios, percibiendo con acierto, que estaban a punto de presenciar un duelo de honor, se apartaron rápidamente de los contrincantes situándose lejos de ellos a distancia segura pero aún divertidos, alimentando su rabia con burlas y silbidos. Y entonces ocurrió, Hood y Back levantaron las armas, de forma solemne, con lentitud, tal y como habían sido entrenados, apuntando al corazón del contrincante. Los indios callaron entonces de repente mientras la nieve se empezaba a apelmazar en sus cabezas y hombros. Únicamente era audible el fragor del viento tormentoso

- No por favor- supliqué, esto es una locura, ¿que dirán Franklin y Richardson cuando vuelvan y encuentren a uno de ustedes muerto? - ¡Que les voy a decir! -

Mis palabras surgieron el mismo efecto que habrían tenido si los dos hombres se hubiesen estado retando en la luna. Back con la mirada fija en los ojos de Hood, pálido pero con brazo firme esperaba alguna señal de su contrincante, un mínimo atisbo de que éste fuera a disparar para hacerlo él en primer lugar. Sin embargo, Hood, con el rostro rojo como si estuviese a punto de estallar, sudaba profusamente mientras que su mirada saltaba alternativamente de la boca del cañón de la pistola de Back a sus ojos sin terminar de creerse la escena de la cual estaba siendo protagonista. El cañón de su arma temblaba violentamente.

Entonces ocurrió, los disparos emitieron sendos bramidos ensordecedores. El humo espeso de la pólvora hizo desaparecer por unos momentos a los guardiamarinas, como si de un truco de magia se tratara, en el aire gélido de aquella noche irreal. Los indios se aproximaron entonces despacio y en silencio hacia ellos, cerrando el círculo agitando al tiempo el humo con las manos. Para su sorpresa, los cuerpos no se hallaban tendidos en el suelo cubiertos de sangre como esperaban. George y Robert se encontraban todavía de pie con los brazos extendidos todavía apuntándose mutuamente, luciendo una dramática y cómica cara de pasmo. 

Los indios se percataron antes que los duelistas de lo que había ocurrido, y las sonrisas comenzaron pronto a hacerse visibles en sus rostros cuando comenzó a hacerse evidente que las pistolas no habían sido realmente cargadas. Pero ¿como en nombre de Dios podía haberlo hecho?. Back volvió el rostro hacia mí y me miró con un intenso brillo de odio en sus ojos, una mirada antinatural y asesina que consiguió que no pudiese dormir durante toda aquella noche. Dejó caer la pistola y arremetió contra el círculo que se había formado alrededor de ellos desapareciendo en lo más profundo de la oscuridad del bosque abochornado por las sonoras carcajadas que habían sucedido a las muecas burlonas. 

Muerte de mediasverdes

Nuestro nutrido grupo alcanzó el puesto más septentrional y aislado del territorio, Fort Enterprise, donde tuvimos que construir cabañas de madera, cazar y almacenar alimentos para prepararnos para pasar otro invierno bajo las más duras condiciones antes de proceder al asalto final hacia el norte. 

Durante la primavera del año siguiente Franklin reclutó a los dieciséis voyageurs que serían nuestros guías, porteadores y cazadores durante el último tramo del viaje. Hombres desaliñados y salvajes con los que tendríamos que convivir durante meses. También nos acompañarían dos jóvenes Inuit que nos guiarían por las zonas más remotas del norte y servirían como intérpretes en el caso de encontrarnos con alguno de sus congéneres. 

Cualquiera que fuese la semilla que el frustrado duelo del otoño anterior hubiese plantado en el negro corazón de Back, dio sus horribles frutos meses después en el aislado y remoto campamento de Fort Enterprise mientras terminábamos los preparativos antes del viaje. Nunca hubo pruebas que pudiesen culpar al joven George de la muerte de Mediasverdes, pero cuando Back apareció en nuestra cabaña completamente helado al amanecer después de haberse ausentado de ella durante toda la noche, supimos que el demonio de los bosques del norte había venido a visitarnos finalmente para quedarse con nosotros. 

Con gestos, incapaz de hablar y mientras lloraba sin parar, señaló con dedo tembloroso algún punto indeterminado del bosque cercano. Richardson y algunos de los indios se acercaron al lugar indicado por el descompuesto guardiamarina presintiendo que algo terrible había ocurrido. Algo en nuestros corazones nos decía que el extravagante comportamiento de Back tenía que ver con Mediasverdes, y no nos equivocabamos. Tras una tensa espera de más de media hora, se abrió la puerta, y en aquel umbral tenuemente iluminado por el sol de invierno, apareció nuestro cirujano sosteniendo entre sus brazos el cuerpo inerte de la frágil y hermosa muchacha. Su cabeza colgaba de su delgado cuello, que mostraba evidentes marcas de estrangulamiento. Hood cayó de rodillas ante Richardson, era evidente que el alma de su amada hacía horas que había partido para siempre volando por encima de las copas de los sauces y álamos enanos hacia el cielo gris. 

Nadie se atrevió a culpar abiertamente a George por lo ocurrido, no había pruebas concluyentes que lo incriminaran, y nadie, ni siquiera Akaitcho intentó dilucidar el crimen. 

Poco tiempo después de aquel suceso, el comportamiento del joven Back, se volvió agresivo y errático, y su mirada, ahora de grandes pupilas dilatadas, era tan fría como el invierno. 

Todo cambió a peor desde entonces, no es que las cosas estuviesen yendo como la seda precisamente, pero la caza empezó a escasear aún más y los lobos comenzaron a aproximarse a los campamentos con mayor imprudencia de lo habitual impulsados probablemente por un hambre atroz que parecía haberles hecho olvidar el miedo a recibir un disparo. 

Pero por encima de todo, nuestro peor enemigo era el descomunal frío que congelaba hasta nuestros párpados. No podíamos ni tocar el metal, quemaba como si estuviera al rojo vivo. No podíamos alejarnos a hacer nuestras necesidades sin ver, al iluminarlos con nuestras linternas, tres o cuatro pares de ojos brillantes en la oscuridad en las proximidades de las cabañas. Era como si toda aquella tierra, nunca excesivamente amigable, nos hubiese dado de repente la espalda abandonandonos a nuestra suerte. Parecia que después de una enconada y desgastadora lucha, se hubiera hartado finalmente de nosotros y ya no quisiese que permanecieramos allí ni un minuto más. 

A pesar de todas aquellas dificultades partimos hacia el norte continuando penosamente nuestro camino. Descendimos el último tramo de río y alcanzamos la desembocadura del Coppermine, un lugar desolador ubicado más allá de la frontera donde crecen lo árboles. Fue en aquel lugar, en las Cataratas sangrientas, donde nuestros predecesores se habían dado la vuelta, a partir de aquel punto viajaríamos por terreno inexplorado. Paseamos entre los huesos de los Inuit masacrados por los indios que acompañaron a Samuel Hearne casi cincuenta años antes, en su viaje por aquellas tierras. Un triste, inexplicable y aberrante episodio de la exploración polar que nunca fue del todo entendido por el mundo occidental ni tampoco por los propios nativos. La matanza que los acompañantes de Samuel perpetraron contra los Inuit que acampaban en las cataratas fue gratuita y especialmente sádica. Hacía decenas de años que no se producían encuentros entre ambas naciones, por lo que era imposible que existiesen viejas cuentas pendientes que saldar, inexplicable, pero sin embargo, ahora para nosotros aquel incongruente comportamiento por parte de los indios, cruel y sanguinario como fue, ya no nos parecía tan fuera de lugar en aquellas circunstancias.

El océano

Y por fin, alcanzamos la costa del océano polar donde nos echamos al mar entre quejas e insultos de nuestros compañeros de viaje, los Voyageur. El océano les aterrorizaba, nunca habían visto extensiones de agua mayores que las de los grandes lagos del norte de Canadá. No sabían navegar y por supuesto, muchos no sabían ni siquiera nadar. A pesar de las protestas, embarcamos y bordeamos la costa hacia el este desde la desembocadura del río nombrando cabos, playas y todo tipo de accidentes geográficos que íbamos encontrando. Franklin estaba exultante, por fin se iba a convertir en explorador. Las semanas sucedieron a los días en nuestra ruta hacia el este sin que vieramos el más mínimo atisbo que anunciara la presencia de Parry.

El entusiasmo de Franklin por explorar terreno desconocido le hizo olvidar que nos habíamos adentrado en una región donde la caza era casi inexistente y no existía cobertura posible contra las inclemencias del tiempo, poniendo a la expedición en un serio aprieto. Entrábamos en la segunda quincena de agosto, momento en que el otoño empieza a apoderarse de estas regiones tan septentrionales. Los charcos empezaban a congelarse, la lluvia cada vez más frecuente se empezaba transformar en nieve y vientos fuertes empezaban a barrer la zona. Los gansos comenzaban a volar sobre nuestras cabezas de regreso al sur y los renos también empezaban a migrar rápidamente hacia zonas más cálidas. Nosotros, en línea con la caótica organización de la que éramos víctimas, no portábamos suficiente comida para poder desandar la ruta por la que habíamos avanzado para remontar posteriormente el río Coppermine. Tendríamos que improvisar y buscar alguna ruta que nos llevara directamente a Fort Enterprise atajando por las tierras baldías desde el lugar en el que nos encontrabámos.

Aquella fue sin duda la peor decisión de todas las que habían ido tomando y la que nos llevó directamente al infierno. Teóricamente se trataba de cubrir solo una distancia de algo más de doscientos kilómetros, los Voyageurs estaban exultantes no solo por la decisión tomada de volver a casa sino sobre todo por perder de vista aquel mar que tanto odiaban. Abandonamos todo aquello que era superfluo, plantamos la bandera inglesa y enterramos una caja metálica con la descripción de la ruta seguida hasta la fecha y nuestras intenciones a partir de entonces. También modificamos las canoas para hacerlas más pequeñas y navegables por los ríos y así poder alcanzar Fort Enterprise antes de que nos alcanzara el invierno. 

Al principio tratamos de remontar el río donde nos encontrábamos, al que bautizamos en honor a nuestro guardamarina Hood. Pero después de un día, se hizo evidente que aquel camino no nos llevaría rápidamente a nuestro destino, ya que el río se tornaba más adelante demasiado estrecho y peligroso. Abandonamos el cauce y comenzamos a andar dando tumbos por el páramo que se interponía en nuestro ruta. Desde aquel día las condiciones climáticas cambiaron radicalmente, el frío se aposentó en la región para no moverse y se alojó también en nuestros corazones. El viento comenzó a soplar con fuerza y nos azotaba sin piedad al no existir árboles ni elevaciones de terreno que lo frenasen. Las tiendas apenas conservaban el calor, la humedad se congelaba por dentro de sus paredes y un fino polvo de hielo caía sobre nuestros sacos cada vez que las rozábamos al movernos dentro de la tienda. Los días se sucedieron miserablemente uno tras otro entre nevadas y tormentas hasta que acabamos con nuestras últimas provisiones. 

El terreno era más accidentado y difícil de transitar de lo que Franklin había imaginado en un principio y pronto cundió el desánimo y la desesperación cuando se puso de manifiesto que la distancia cubierta diariamente no era suficiente para alcanzar Fort Enterprise a tiempo. Las tierras baldías que se extendían entre la costa y la región donde comenzaba el bosque no son más que una extensión interminable de suaves colinas donde no crece más que un áspero y agrio líquen sobre las rocas, el Tripe de Roche, como lo llamaban los Voyageurs y los indios. Quién podía haber imaginado días atrás que aquellas negras excrecencias serían nuestra principal fuente de sustento durante los próximos meses.

Los Voyageurs no paraban de protestar por tener que cargar con las pesadas canoas a pesar de nuestra insistencia de que sin ellas podríamos estar perdidos irremediablemente si nos cruzábamos en el camino con algún lago o río inesperado. Deseaban deshacerse de ellas con tal pasión que, en un momento de despiste, una de las canoas cayó “accidentalmente” por una ladera partiéndose en mil pedazos.

Un día avistamos unos bueyes almizcleros, casi tan delgados como nosotros mismos. Uno de los Voyageurs se acercó silenciosamente arrastrándose sobre la nieve y le descerrajó un tiro en la cabeza que lo derribó al instante. En minutos el animal estaba completamente despellejado y todos nos abalanzamos sobre él, como lobos hambrientos, devoramos en segundos su carne e intestinos con su contenido incluido. Días después no fuimos capaces de mirarnos a la cara mientras engulliamos la piel seca de un lobo muerto desde hacía ya bastante tiempo y después hacíamos sopa con sus huesos.

Nuestras habilidades como cazadores dejaban mucho que desear, de manera que dependíamos completamente de nuestros compañeros de viaje para nuestra subsistencia diaria. Hood incluso le prestó su rifle a Michel Terhoaute, el único indio Iroquois que nos acompañaba para que cazara con el. Los modales entre nosotros se deterioraban drásticamente cuando no conseguíamos caza, en aquellos momentos se ponía de manifiesto que en el fondo aquello era una carrera contrareloj contra la muerte. 

Back en particular se mostraba distante y muy frío en su trato con los voyageurs, apenas pronunciaba palabra. Los gestos se volvieron hoscos, las miradas turbias, y cuando llegaba la hora de repartir el alimento se acababa casi siempre en discusión. Hood, encargado de la intendencia, siempre se servía la menor porción precisamente para predicar con el ejemplo y evitar aquellas agrias discusiones. Tambien abría huella en la nieve siempre que podía para que los Voyageurs, brutalmente cargados, pudieran andar con mayor facilidad. Su alma generosa no conocía límites, era como un ángel de la guarda. Seguramente fue esa misma generosidad la que le llevó a debilitarse hasta el punto que no pudo dar ni un paso más. Back sin embargo, caminaba siempre que podía al final de la columna, donde no se hundía al caminar sobre la nieve pisoteada e increpaba a los indios cada vez que resbalaban y caían al suelo.

Hacía tiempo que solo confiábamos en nuestros guías Inuit Junius y Augustus, eran los únicos que no escamoteaban comida cuando conseguían cazar una ardilla o pescar algo, a diferencia de los Voyageurs, que presa de una maliciosa e infantil avaricia apenas compartían las presas. La escasa confianza que teníamos en ellos se desvaneció del todo cuando rompieron intencionadamente el segundo y último bote para no tener que cargar más con él. Aquello supondría la muerte de todo el grupo si nos veíamos en la situación de tener que cruzar otro cauce de agua, como así ocurrió a los pocos kilómetros. Cuando llegamos a la orilla, los voyageurs se lamentaron a coro, pensaban que en ese punto acababa nuestro viaje. Richardson se ofreció para atravesarlo a pesar de su débil estado, y tuvo que desnudarse por completo para intentar cruzarlo. Fue en ese momento cuando nos dimos cuenta de que nuestra supervivencia caminaba por el filo de una peligrosa cuchilla. Los huesos del cirujano sobresalían de la piel como si estuviesen intentando romperla para salir corriendo. Su tez amarilla enfermiza le daba un aspecto tétrico que le asemejaba a un cadáver que hubiera escapado de su ataúd justo en el momento preciso en el que le iban a enterrar. 

-¡Dios mío, pero qué delgados estamos! - exclamaron los Voyageurs casi al unísono cuando vieron el pellejo en el que se había convertido el doctor Richardson.

Un acto heroico pero inútil, de hecho casi lo perdimos en el transcurso de aquella hazaña. Los brazos del cirujano quedaron paralizados por el frío a mitad de camino mientras nadaba. Sin embargo, en lugar de darse la vuelta, el doctor continuó nadando boca arriba, batiendo el agua con las piernas hasta que éstas también dejaron de moverse. Incapaz de poder usar ningún miembro, se hundió rápidamente en las aguas turbulentas. Tiramos de la cuerda que le habíamos atado a la cintura para que al cruzar pudiera tirar de la balsa que habíamos construido con troncos de sauces enanos y conseguimos rescatarle justo antes de que sufriera un colapso.

Encendimos rápidamente una hoguera aunque nos llevó horas conseguir que recuperara el calor perdido. Mientras tanto, uno de los Voyageurs logró a duras penas atravesar el río y atar la cuerda a un árbol para que pudiéramos atravesarlo todos.

Nuestra situación era ya desesperada, fue entonces cuando comenzó a ocurrir. Las noches eran cada vez más y más largas y más frías. Fuera de lo normal. Pareciera como si el norte quisiese echarnos de sus tierras empujándonos hacia el sur mediante un implacable pistón helado.

Caminábamos por la nieve en fila india siguiendo la huella de nuestros compañeros como de costumbre cuando ocurrió. Ya era de noche, el sol se acaba de poner, aunque a veces costaba decirlo porque a esas alturas de la temporada apenas se levantaba sobre el horizonte. Los días parecían crepúsculos extraordinariamente largos. El viento hasta entonces calmado comenzó a soplar furiosamente, agitando las copas de los árboles. Dos de nuestros Voyageurs iban muy retrasados, por detrás incluso de Hood que apenas era capaz de caminar sin apoyarse continuamente en mi. Back había abandonado su habitual posición al final de la fila y se había adelantado tanto, junto con algunos de los voyageurs, que Franklin pensaba que nos había abandonado a nuestra suerte.

Entonces lo oímos por primera vez, un murmullo sordo pero vibrante y profundo. Como se oye el poderoso gruñido de un lobo a través de una mandíbula cerrada, solo que éste parecía articular palabras. Venía de la tierra y se transmitía por los pies a todo nuestro cuerpo haciendo vibrar fuertemente los pulmones. Nuestros corazones se aceleraron. Richardson que caminaba unos metros por delante de mí se detuvo en seco. Como si se hubiese congelado instantáneamente.

-Doctor, doctor, ¿Qué es eso? - Pregunté.

Richardson permaneció inmóvil y en silencio, como escuchando, inclinó ligeramente la cabeza a su derecha y pude ver que su rostro presentaba un color ceniciento. Entonces me contagié de su horror y quedé también petrificado. A nuestras espaldas el viento pareció arreciar con mayor fuerza. Oímos como los troncos de los sauces más pequeños se retorcían emitiendo ese particular ruido que emiten los arcos cuando se sobretensionan. Algunos comenzaron a partirse con chasquidos claramente audibles. Los dos voyageurs que caminaban detrás nuestra, Credit y Vaillant eran sus nombres, aullaron despavoridos pidiendo ayuda. El Wendigo nos había alcanzado.

El susurro se empezó a hacer inteligible y se entremezcló con los gritos de nuestros compañeros. Con horror, Richardson y yo nos miramos cuando el nombre de Credit, el voyageur que caminaba más retrasado se hizo discernible en aquel canto horrendo y gutural. Richardson me agarró de la muñeca y aceleró el paso sin decir una palabra arrastrándome detrás de él como si fuese un niño rebelde en dirección opuesta a los aullidos, yo a su vez tomé a Hood por el brazo y le forcé a seguir el inmisericorde paso del doctor.

-Tenemos que salir de aquí- repitió una y otra vez como un mantra mientras se abría paso en la nieve como poseído por una fuerza sobrenatural. 

- Doctor, tendríamos que volver y ayudarles. ¿Que está pasando?- Pregunté, pero no obtuve respuesta.

Instantes después alcanzamos un pequeño claro del bosque donde Franklin, y el resto de Voyageurs nos esperaban. Back y sus acompañantes también se encontraban con ellos. Todos habían percibido la llegada del demonio del norte. Franklin se acercó a Richardson y mantuvieron una conversación callada y nerviosa, Back sin embargo permanecía al margen extrañamente tranquilo. Todos los Voyageurs empuñaban algún arma y miraron nerviosamente hacia el bosque en la dirección por la que debían aparecer sus compañeros. La vibración se detuvo, tan bruscamente como había empezado. Los gritos cesaron y el viento se calmó de súbito. Entonces los Voyageurs comenzaron a hablar nerviosos entre ellos y a señalar en la dirección en la que se encontraba el fuerte, diría que con la clara intención de abandonarnos.

Franklin debió de entender en ese momento la gravedad de la situación y se vio en la tesitura de tomar una decisión extremadamente dolorosa. Ordenó a Back a ir en avanzadilla para tratar de buscar ayuda en Fort Enterprise o en sus aledaños y el resto acampamos en aquel mismo lugar. Back no presentó la más mínima oposición, al contrario, parecía estar complacido con la decisión de su comandante. 

Ni Credit ni Vaillant aparecieron en toda la noche, era evidente que algo terrible les había ocurrido. A la mañana siguiente, Franklin mandó al Voyageur Belanger retroceder por el camino andado para tratar de localizar a sus compañeros retrasados. Tras muchas discusiones, éste al final aceptó ir a cambio de un cuchillo de caza. La espera fue terrible, todos habíamos imaginado un final horrible para aquellos dos hombres y cuando finalmente Belanger apareció de nuevo en el claro, que caminaba solo y apesadumbrado, supimos con certeza que no nos habíamos equivocado. Solo habia encontrado a Vaillant, parcialmente congelado y tendido en el camino con la mirada fija en el cielo. Aún quedaba algo de vida en él y murmuraba palabras incoherentes acerca de lo que le había ocurrido a Credit, deliraba. Vaillant habló de una sombra, de una oscuridad hedionda que se había apoderado del alma de Credit. La criatura había aparecido en el camino y había empezado a llamar al desdichado voyageur, con los ojos desorbitados éste pidió ayuda a Vaillant, pero los pies de Credit ya habían comenzado a andar en contra de su voluntad hacia la sombra. La súplica se hizo más histérica conforme Credit se acercaba al Wendigo, y llegó a su climax cuando aquella oscuridad se introdujo dentro del voyageur y se apoderó de sus movimientos haciendole correr a una velocidad imposible, desmembrando las extremidades de su cuerpo para que sus piernas pudieran dar zancadas de varios metros, una bestial carrera que lo condujo al cielo estrellado por encima de las copas de los árboles.

Belanger estaba demasiado débil para acarrear o arrastrar su cuerpo de Vaillant, nada pudo hacer por él, pero si podía hacer algo por el resto del grupo, quitarle la pólvora y las balas que portaba. De Credit no había quedado ni rastro, solo su rifle tirado a un lado del camino. Abandonar a Vaillant moribundo expuesto al frío y a aquel terror, es algo que aún hoy no me puedo quitar de la cabeza.

Poco después de la llegada de Belanger, desmontamos apresuradamente el campamento y continuamos la ruta hacia el fuerte, aunque pronto fue evidente que Hood no podía seguir nuestro ritmo, no podría avanzar más. Franklin ordenó entonces montar de nuevo el campamento en el claro. El Doctor Richardson se ofreció a cuidar de él a pesar de que la muy real amenaza del hambre nos tenía ya cercados y de que el peligro irreal, fuera lo que fuera, que se había llevado a Credit se encontraba evidentemente por los alrededores. Yo también me ofrecí voluntario para cuidar de Hood. Había algo en el carácter pausado y sereno de Richardson que me generaba una confianza que Franklin no me inspiraba. A pesar de aquella espera forzada nos exponía a aquel horror del bosque, prefería su compañía a la de Franklin. 

Debido al crítico estado de Robert, el jefe decidió continuar con el resto de los voyageurs para alcanzar a Back y tratar de enviar algo de ayuda a nuestro campamento, algo que nos prometió con un mensaje contradictorio en la mirada. La ayuda nunca llegó, lo que se cernió sobre nosotros en cambio, pobres almas abandonadas, fue el temible engendro del norte.

Estábamos solos a muchos kilómetros del fuerte, sin cazadores y sin nada que comer. Solo el Doctor, Hood y yo, tres ingleses en una tierra extraña y salvaje asediados por un demonio cuya mera mención en Inglaterra habría provocado risas incrédulas. Era la situación más desesperada en la que me había encontrado jamás. Nevaba y hacía un frío terrible cuando llegó el momento de comerse las botas. Toda comida posible había sido consumida, solo teníamos el maldito Tripe de Roche a mano con el que preparar indigestas sopas y aún éste miserable sustento escaseaba. Si la ayuda no llegaba pronto pereceríamos de inanición sin remedio en pocos días, y quizás hubiese sido mejor que así ocurriese, ya que lo que nos esperaba podría ser algo mucho peor que la agónica, lenta y dolorosa muerte que provoca el hambre. Aterrorizados y hambrientos ,sorbimos la mugrienta sopa y nos embutimos en unos sacos de dormir que no daban calor para sumergirnos en una heladora noche en la que no pudimos conciliar el sueño.

Pasadas unas horas, la temperatura se desplomó de nuevo brutalmente y volvió a levantarse el viento. La tierra volvió a murmurar, pero de forma más lejana esta vez. Richardson y yo nos miramos sin decirnos nada comprendiendo que algo estaba sucediendo por delante nuestra, en la ruta que estaban siguiendo nuestros compañeros hacia Fort Enterprise. Hood deliraba en sueños inquieto y pronunciaba palabras en un idioma extraño que atribuimos a su extremado agotamiento y debilidad. Había pasado encarcelado varios años en Francia durante las guerras napoleónicas, pensamos que se trataba de francés por la peculiar pronunciación gutural y entrecortada. En varias ocasiones, entre la continua verborrea incomprensible que pudimos discernir el nombre indio de Mediasverdes entre ahogados gritos.

La claridad del dia siguiente nos sorprendió con la llegada de Michel Terohaute, el indio Iriquois. Era una visita del todo inesperada y nos sorprendió ver el buen estado en el que se encontraba. A pesar de la vitalidad y fuerza que desprendía, nos contó que se encontraba muy agotado. Justificó razonablemente su retorno diciendo que había pensado que sin un cazador en el campamento, pronto sucumbiriamos al hambre y moririamos irremediablemente y que de ninguna manera podía abandonar al siempre atento Hood allí a su suerte. También nos dijo que había emprendido el regreso con Perrault, Belanger y Fontano, otros tres voyageurs que se declararon inhábiles para continuar el camino junto con Franklin hacia Fort Enterprise, pero que cuanda abandonó la huella del camino para tratar de procurar algo de caza para el campamento se había desorientado y no pudo volver a reunirse con ellos. Extrañamente, Michel no nos preguntó si sus compañeros habían aparecido en el campamento.

Hood se animó mucho al verlo. De alguna manera aquellos dos hombres, procedentes de universos tan diferentes, habían alcanzado algún tipo de cordial relación. Habian compartido la manta de búfalo de Robert, y Michel siempre había estado atento al estado de debilidad de Hood tratando de procurarle siempre algo de carne adicional. 

Pero había algo en el comportamiento de Michel que inmediatamente hizo que el doctor y yo nos pusiesemos en guardia. El hambre y el agotamiento había hecho estragos en nosotros pero de alguna manera el Michel que había aparecido en el campamento era diferente al que había partido con Franklin un día antes. No solo se encontraba refortalecido, además, sus ojos se movían nerviosos en sus cuencas como si temiese que alguna criatura salvaje, que acechara justo donde su visión periférica terminaba, fuese a abalanzarse sobre él. Movía el cuello con brusquedad hacia los lados volviendo la cabeza como si hubiese oído algún ruido imperceptible para nosotros. Nos ofreció una ardilla y una liebre ártica que había cazado en su camino de regreso desde que abandonara a Franklin, pero sin embargo, se negó a recoger más tripe de roche, no entendimos la negativa, era la base de nuestro sustento desde hacía varios días y nosotros nos encontrábamos tan debilitados que apenas podíamos ir a buscarlo. A la mañana siguiente Michel se ofreció a ir a cazar, pero cuando abandonó el campamento no portaba su fusil, sino su hacha. Richardson me miró fijamente, y en cuanto el indio hubo salido del claro y me dijo: - No se caza con hacha, John.- 

Aquella noche Michel no regresó, por un rato pensamos que nos había abandonado a nuestra suerte pero al caer de nuevo la noche del día siguiente, volvió a aparecer en el campamento. Traía carne, de un lobo nos dijo, no nos atrevimos a preguntarle como se las había apañado para cazarlo con un hacha porque su comportamiento era aún más irascible y nervioso que cuando había aparecido en el campamento por primera vez. Engullimos la carne con avidez.

Apareció la aurora Boreal, no la habíamos vuelto a ver aparecer desde el invierno anterior. Aquella era algo diferente. Había cobrado una intensidad tal que prácticamente iluminaba todo el claro del bosque con brillantes colores verdes y morados y hacía empalidecer la luz de la hoguera que ardía frenéticamente delante nuestra agitada por el viento creciente. Un murmullo tan profundo como las mismas raíces de la tierra se hacía sentir a través de las suelas de nuestras botas y hacía vibrar otra vez nuestros pulmones como cajas de resonancia. Por un momento temí que la vibración pudiera rajar mi pleura y reventar mis costillas para dejar salir el aire como si fuera una bolsa de gaita rajada.

Una rama se partió con un chasquido justo donde el claro terminaba y los árboles oscurecían lo que había más allá. Cuando levanté la mirada y la vi, al principio me quedé paralizado por el terror que me produjo, era imposible, estaba muerta. Yo mismo la había quemado en una enorme pira unos meses atrás, pero sin duda se trataba de ella, Mediasverdes, era ella y no lo era al mismo tiempo. Richardson echó su manta bruscamente a un lado y asió la carabina con rapidez. Yo, sin embargo, me quedé inmóvil, como congelado, con la cabeza todavía pegada en la almohada. Desde donde me encontraba pude oir como la voz de Michel suplicaba a Mediasverdes con las manos juntas en frente de su cara como pidiendo limosna. Sus palabras no pertenecían a su idioma, sino que se asemejaban al lenguaje que Hood había pronunciado días antes mientras deliraba. ¿era aquello realmente Francés? 

Los ojos de Mediasverdes no parpadeaban, encajados en un rostro inanimado y cruel, miraban fijamente a Hood con unas pupilas tan negras como su cabello que ocupaban todo el globo ocular ocultando el blanco de sus ojos. Michel cayó de rodillas. Las llamas de la hogera y la brillante luz de la aurora proyectaban siniestras sombras en el muro de troncos enanos que nos rodeaban, como si se tratase de cazadores indios bailando la noche antes de una gran cacería. Giraban en círculos a nuestro alrededor acercándose y alejandose al ritmo de las pulsaciones de nuestros corazones. Richardson disparó su arma provocando un inesperado estampido que inmediatamente detuvo los latidos y el rugir del creciente murmullo. En ese momento, una violenta ráfaga de viento apagó la hoguera desparramando los brasas y los troncos ardientes por el suelo, derritiendo la nieve. Cuando el humo de la pólvora se desvaneció, vimos que Mediasverdes había desaparecido y que Michel se encontraba postrado de rodillas con la cabeza enterrada entre sus manos lloriqueando como un niño. Hood, ajeno a toda la escena permaneció inmóvil en su lecho, pálido como si estuviese muerto. No hubo manera humana de consolar a Michel. Sollozaba y sollozaba sin parar como un alma en pena. Richardson y yo decidimos hacer guardias el resto de la noche hasta que por fin amaneció. No había ni rastro de Franklin, fuera donde fuera que estuviesen, el maldito Wendigo había decidido quedarse entre nosotros en lugar de perseguirles a ellos. ¿pero dónde estaban los tres Voyageurs desaparecidos? Richardson pronto comenzó a sospechar que Michel había dado cuenta de ellos descuartizandolos para devorar su carne y sus entrañas. Posiblemente la misma carne que había compartido con nosotros, carne que habría separado de los cuerpos de nuestros compañeros con el hacha con la que se había adentrado en el bosque.

Durante toda la mañana le suplicamos que volviera a cazar pero Michel no nos dirigía la palabra, tenía la mirada perdida, ya no se mostraba nervioso ni balbuceaba incoherencias. Se mantenía erguido en el centro del claro mirando por encima de las copas de los árboles, hacia el norte. Ni siquiera se había abrigado bien, como si el frio que nos mordía como un perro rabioso no hiciese mella en su piel. Richardson se adentró unos metros fuera del claro para recoger los preciados líquenes que hasta ahora nos habían salvado la vida y que al mismo tiempo seguramente habían acelerado la muerte de Hood. Su organismo hacía semanas que había empezado a rechazar la ingesta del Tripe de Roche y le estaba provocando vómitos sanguinolentos y fuertes diarreas. Si no aparecía pronto la ayuda, Hood moriría en aquel mismo lugar. Pero como un desesperado intento por parte de su organismo por presentar batalla a un último combate a muerte, aquel preciso día, Robert se encontraba mejor. Había preguntado por los demás y hasta había comido algo. Por la tarde incluso se dispuso a leer un poco.

Viendo que Hood presentaba mejor estado me animé a ir en busca de algo de leña fuera del claro mientras Michel limpiaba su arma y Robert leía. No debíamos dejar que la hoguera se apagase o moriríamos en cuestión de minutos bajo aquel intenso frío. Apenas quedaba ya luz entre los sauces enanos cuando comencé a oír una fuerte discusión entre Hood y Michel. Un enfrentamiento que empezó a crecer en virulencia hasta que bruscamente terminó con el ruido seco e inesperado de un disparo. No reaccioné enseguida, era habitual que las armas se dispararan accidentalmente cuando se limpiaban, ya que siempre las manteníamos cargadas en el caso de que algún animal apareciese a la vista. Me quedé quieto, erguido, esperando oír la discusión retornar al punto donde se había quedado, pero no lo hizo. En su lugar el pesado silencio que lo siguió comenzó a oprimirme el corazón. Solté la leña que tenía entre mis brazos y con paso inseguro me dirigí al claro del bosque en el cual entré justo a tiempo para ver a Michel entrar en la tienda que se erguía justo detrás del cuerpo inmóvil de Hood tendido en la nieve. Sus sesos esparcidos por la nieve frente a él, fundían el blanco manto con una rapidez asombrosa. El agujero que tenía en la frente humeaba a través del gorro de dormir de piel que siempre llevaba puesto. 

- ¿Que diablos…? -

Aturdido como estaba, percibí la presencia del doctor, que se encontraba otro lado del claro. Richardson estaba petrificado mirando también perplejamente el cadáver de nuestro camarada. Michel salió entonces de la tienda, en el mismo estado de frenesí en el que se encontrara días antes, dando toda clase de explicaciones, diciendo que él no lo había disparado, tratando de convencernos de que el arma se le había disparado mientras la limpiaba y discutían. Richardson me miró fugazmente y volvió de nuevo la mirada a Hood. Era evidente que la bala había entrado por la parte posterior de su cabeza, un rodal negro provocado por la pólvora rodeaba el orificio que se ubicaba en ese lado.

Sin decir una palabra recogimos rápidamente el cuerpo aún caliente de Hood para evitar que se congelase en la postura en la que había caido y lo enterramos rápidamente bajo un montón de nieve. Sabíamos que su carne y huesos servirían pronto como pasto para lobos y zorros, y que no encontrarían el adecuado descanso que proporciona una adecuada sepultura, pero eso a Hood ya le iba a dar igual. Mientras, Michel deambulaba de nuevo nervioso a nuestro alrededor justificándose continuamente, acusandome, pistola en mano, de culparle injustamente de la muerte de Hood. Su mirada ya no estaba perdida y vacía como la noche anterior, sino que volvía a ser errática y desquiciada. Se comportaba agresivamente y evitaba en todo momento que pudiéramos estar a solas. 

Ya no tenía sentido permanecer allí, recogimos rápidamente el campamento y continuamos la marcha lo más apresuradamente que nuestros frágiles cuerpos nos permitieron. Después de horas caminado, no habíamos recorrido ni cuatro millas cuando el Sol comenzó a caer de nuevo lenta pero inexorablemente. Michel, que caminaba unos metros por detrás nuestra, seguramente para mantenernos vigilados, nos avisó de que permanecería un rato recolectando algo de liquen que había visto en unas rocas que habíamos pasado mientras caminábamos. Aquella era la primera vez que ambos podíamos comunicarnos con libertad desde la muerte de Hood. Richardson se me aproximó lentamente siempre con la mirada fija en un Michel que retrocedía a paso vivo por la huella abierta en la nieve. 

-Creo que va a preparar el arma e intentar matarnos, John- El viento comenzó a soplar y las copas de los árboles empezaron a agitarse.

-Está volviendo a pasar Doctor-

- Ya lo veo. Hay que darse prisa, rápido pásame la pistola, ¿está cargada?

- Si, yo podría hacerlo Doctor, no quiero que sus manos se manchen de sangre, es mi deber.-

- No permitiré que lo haga usted, mi querido amigo, como oficial es mi responsabilidad vigilar por la integridad del grupo, yo me encargaré de esto. -

Ni siquiera era noche cerrada y la aurora antinaturalmente ya había comenzado a bailar justo sobre nuestras cabezas con furia desmedida, sus finas fibras, como pintadas en el firmamento ascendían y descendían frenéticamente. Un espectáculo bello si no fuera porque nos enfrentabamos a un indio enajenado que pretendía matarnos a tiros y hachazos. 

Hacía tiempo que nos encontrábamos tan débiles que no podíamos apenas sostener un arma con la firmeza suficiente para poder cazar, y mucho menos, estábamos en disposición empuñar un cuchillo para enfrentarnos en un combate cuerpo a cuerpo. Por ello, dudaba de que el Doctor pudiera tener fuerza suficiente para acertar a nuestro escurridizo guía, pero lo cierto era que no teníamos muchas más alternativas. Richardson y yo nos miramos aterrorizados cuando el ya familiar rumor profundo comenzó a hacerse más y más audible entre los árboles. Como la aurora en el cielo, el ruido iba y venía entre los pinos y abetos, como un lobo que se desliza entre los árboles esperando el mejor momento para atacar. 

Parecía que el maldito Wendigo se estuviese preparando otra vez para protagonizar un nuevo espectáculo sádico donde la sangre correría a raudales de nuestras gargantas abiertas y los músculos se desprenderían de nuestros huesos arrancados por los dientes de una inconcebible criatura diabólica. Estábamos paralizados por el miedo pero en la mirada de Richardson veía la determinación del gato acorralado que está dispuesto a saltar a las fauces de la muerte como medida desesperada.

Michel entonces apareció por el recodo más alejado del camino, entre las sombras se distinguía claramente que portaba una abierta sonrisa que mostraba unos dientes tan blancos como la nieve que nos rodeaba. En sus ojos, una mirada oscura, negra y fría como la noche y en sus piernas un paso seguro y firme que le acercaban más y más hacia nosotros. Sujetaba la escopeta con ambas manos y era obvio que no había recolectado nada de liquen.

-Dios santo, Doctor, ¡nos va a matar!- Exclamé. 

Richardson no respondió, simplemente alzó la pistola y apuntó a Michel con cuidado, tratando de que el cañón no temblara demasiado. La sonrisa del indio se congeló en su rostro. El ser ancestral, demoníaco y despiadado, cualquiera que fuera su origen, que habitaba en su mirada, creyó entender que a pesar de haberse apoderado del alma y de la voluntad de Michel, no iba finalmente a lograr su objetivo. Se detuvo y miró desafiante a Richardson ampliando todavía más la sonrisa hasta límites antinaturales. 

El ensordecedor ruido de los árboles agitándose por el viento estaba acompañado ahora por el temblor rítmico que se asemejaba al redoble de los tambores de guerra de las tribus que habitaban por aquellos lares. 

Podía sentir la sangre golpear en nuestras sienes a la par que el sudor se congelaba literalmente sobre nuestra piel al resbalar desde nuestras frentes. Teníamos a la muerte a escasos metros de nosotros, no era la primera vez que la miraba a los ojos, pero nunca la había sentido tan cerca y tan extraña como ahora y no la percibía como una muerte liberadora y rápida, sino como una lenta y abominable llena de sufrimiento. 

Era una sensación de rechazo que se revolvía en lo más profundo de mi ser y que me provocaba náuseas. Sentía como si mis vísceras quisieran a abandonar mi cuerpo mientras continuaba con vida. Intuía como aquel ser demoníaco iba a proceder a separar todas mis extremidades con precisión cirujana y como sus mandíbulas las partiría una vez deshuesadas como si se tratase de ramas secas para poder acomodarlas dentro de su garganta. Aquel ser que se alzaba ahora como una figura enorme frente a nosotros, iba a morder mi cráneo con fuerza brutal hasta hacerlo estallar para saborear los fluidos y la pasta blanda y sabrosa de mi cerebro, como si fuera un delicado manjar. 

Caí de rodillas incapaz de mover un músculo, cualquier mínimo atisbo de voluntad había abandonado mi cuerpo y me había convertido en un pelele inerte aunque mi mente no estaba preparada para afrontar aquella horrible muerte que me esperaba. Se encontraba atrapada en un cuerpo sin vida que no respondía a ningún estímulo. Quise gritar,pero mi garganta no emitió ningún sonido.

La parte superior del cráneo de Michel cayó a la nieve manchandolo todo de sangre, creí despertar de repente como si hubiese estado viviendo una pesadilla, ni siquiera había oído el disparo. A pesar de estar desprovisto de la mitad de su cabeza, la sonrisa de lobo de Michel todavía se mantenía. Sus ojos lucían aquel color negro tan oscuro como la noche mientras sus rodillas lentamente perdían la fuerza que le hacía sostenerse de pie y lo postraban vencido delante nuestra. 

Ya no soplaba el viento. Tampoco se oia ningun ruido, los tambores habían cesado de tronar. La aurora se había esfumado y el cielo volvía a ser negro. El cuerpo de Michel se congeló en aquella postura suplicante con el arma todavía sujeta firmemente entre sus brazos. 

¿Habíamos vencido al Wendigo? Si no hubiésemos estado tan absortos por el horror del que acabábamos de librarnos habríamos visto como Mediasverdes nos observaba con su penetrante mirada desde las sombras de los árboles cercanos, también habríamos visto a Hood a su lado, todavía con su gorro de dormir agujereado. Pero no los vimos. 

Días después, con gran esfuerzo, alcanzamos Fort Enterprise y nos reunimos con Franklin y el resto de Voyageurs, que no había podido avanzar más en dirección sur. Back continuaba de avanzadilla todavía buscando a Akaitchko o cualquier otro tipo posible de ayuda. Nuestro sufrimiento, sin embargo, no terminó allí. A partir de aquel momento no padecimos ya el horror de ser asediados por una diabólica criatura ultraterrenal, pero padecimos las consecuencias de su ira por habernos dejado escapar, un odio que continuaba cercándonos en la forma ahora de aquel frío irreal y la antinatural ausencia de caza. Las pieles resecas y la carne podrida adherida a los huesos de los renos de los que nos habíamos alimentado el invierno anterior no eran ya suficiente alimento para nosotros. Tuvimos que presenciar cómo día tras día uno a uno, nuestros restantes compañeros morían delante de nuestros ojos de inanición

Una mañana oímos ruidos en el exterior de la cabaña, nos encontrábamos tan débiles que no pudimos ni siquiera levantarnos a ver de qué se trataba, tan devastados estábamos que no habíamos tenido fuerzas suficientes para sacar de la cabaña a los dos últimos Voyageurs que habían muerto. Se trataba de dos cazadores indios enviados por Back, que finalmente había encontrado a la tribu. Costó semanas que aquellos dos ángeles pudieran volver a convertir a los espectros en los que nos habíamos convertido en hombres que tuviesen la fuerza suficientes para poder caminar. El resto es historia, Back apareció, recogimos todo y partimos remontando los mismos ríos que habíamos descendido hasta alcanzar la bahía de Hudson donde embarcamos hacia Inglaterra.

El origen de la criatura infernal, que trató de acabar con nosotros en aquellas odiosas regiones, sigue siendo un misterio para mi. La mente racional y científica de nuestro cirujano pudo mantener a su raciocinio lo suficientemente apartada de la realidad que nos amenazaba para que éste pudiera tomar las decisiones adecuadas y actuar cuando por el contrario, en mi caso, mis sentidos se habían visto abotargados por aquella locura más absoluta y desquiciante. 

Fuera el espíritu del bosque, el Wendigo, o el alma vengativa de Mediasverdes, estaba claro que no perteneciamos a aquel mundo y que no éramos bienvenidos. Creía haber atravesado las fronteras invisibles de un infierno en la tierra, un infierno no poseído por las llamas y habitado por almas en pena sino por el frío más brutal y la crueldad más salvaje desplegada por una criatura ancestral, si es que el término criatura es el que mejor puede ser utilizado para semejante horror.

Ahora yazgo postrado en la cama, lejos de mi tierra natal, lejos también de aquella abominable tierra que tanta felicidad me arrebató. Ahora me encontraba perdido en las antípodas del mundo, el punto más alejado que he podido encontrar de aquellas regiones malditas, junto a la costa en un puerto sudafricano. Lejos si, pero todavía sintiendo que los demonios han viajado conmigo durante todo este tiempo al igual que mis camaradas desaparecidos. Ahora que apenas puedo ya escribir y que la luz de la vela tiembla delante de la ventana abierta, el calor se hace tan sofocante que me ahoga. 

El viento empieza a soplar fuerte y las cortinas se agitan como precediendo a una virulenta tormenta, aunque el cielo está despejado. Desde la ventana oigo el rumor de las olas que golpean en las rocas a escasos metros de mi hogar. El rumor se hace sordo y comienza a golpear como un ariete amortiguado. Mis pulmones comienzan a vibrar y mi frente a sudar. La luz que, ahora mortecina y verdeazulada entra, como forzada por el viento huracanado por la ventana, ilumina una presencia junto a mi cama. Veo unas piernas junto a mi lecho que ahora sé que es de muerte. Me doy cuenta de que mi muerte no va a ser la apacible y lenta extinción que esperaba. Mi garganta se cierra impidiendo que el gorgoteo creciente de mis pulmones encuentre una vía de escape, y como el agua entrando a raudales por la compuerta de la bodega rota de un barco que se hunde, asciende un burbujeo por mi interior que inunda de sangre mis alveolos hinchándolos como globos a punto de estallar. Con ojos inyectados, enrojecidos, desorbitados, a punto de saltar desde sus cuencas me doy cuenta de que las piernas que sostienen a la persona que se alza junto a mi improvisada sepultura, visten unas llamativas medias verdes. 






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