MI AMIGO QALUPALIK
Siempre me ha dado miedo la oscuridad, y eso que estoy bien acostumbrada a ella. Allí donde vivía la noche dura tres meses aunque a mi me parecía que era mas tiempo. Ahora aquí, donde estoy, siempre está oscuro y siempre tengo miedo, siempre, excepto cuando mi amigo está conmigo.
Cuando vivía en el pueblo me encantaba jugar en la orilla, tirábamos piedras a las medusas que se acercaban a las rocas del embarcadero y reíamos al ver como éstas se hundían hasta desaparecer en las profundidades del fiordo. A mis padres sin embargo no les gustaba nada que jugáramos allí. Mi hermano y yo teníamos que escaparnos por la pequeña puerta de la parte de atrás de casa por donde entraba y salía el perro. Mi madre no podía vernos correr hacía el mar porque la ventana de la cocina estaba justo al otro lado de la casa, mirando a la colina. Yo tenía seis años por aquel entonces, o eso me decían, ahora ya no sé cuantos tengo, ha pasado mucho tiempo.
Nuestros amigos venían con nosotros a menudo pero nunca después de que se pusiera el Sol. En verano, como nunca se ponía, pasábamos las horas muertas con los pies metidos en el agua todos juntos, cada uno subido a una piedra. A veces ni siquiera hablábamos, especialmente los días de viento cuando soplaba fuerte y apenas podías oír lo que decía el de al lado. Esos días simplemente nos sentábamos a ver como las aguas del fiordo se erizaban en continuos remolinos de espuma y observábamos atentamente como las olas balanceaban fuertemente las barcas del pantalán.
¡Ahh! que buenos tiempos..., el sol en nuestras caras, el viento agitando nuestro pelo y los pelillos de los brazos de punta porque el aire que venía desde el interior del fiordo y del lejano glaciar a veces nos dejaba helados. Si, aquellos eran buenos tiempos, ahora hace mucho que no veo el Sol, tanto como tiempo que no veo a mis padres y no siento la brisa helada, aunque aquí hace frío, a veces demasiado. Se lo digo a mi amigo, pero el sin decir nada, siempre me hecha un brazo por encima del hombro, uno de sus húmedos y pegajosos brazos, como a modo de consuelo. Creo que en realidad no le importa, o si lo hace, al menos parece que no puede hacer nada.
Aquí donde vivo ahora oigo a veces la voz ahogada de mi madre como a través del agua, la oigo llamarme una y otra vez, siempre con voz fuerte pero también desesperada. No puedo contestar porque mi boca, mi garganta y mis pulmones están llenos de agua. Yo abro la boca, pero el aire no entra y el grito no sale.
Mi amigo se llama Qalupalik. El también tiene el pelo largo como yo y a los dos se nos agita, ya no por el viento sino por el agua que corre a veces fuerte donde estamos. Se porta bien conmigo, compartimos el pescado que el trae y masticamos algunas de las algas que recoge en la orilla mientras estamos sentados en unas piedras. Me recuerda a aquellos bonitos momentos con mis amigos, pero no es igual. Mis padres nos habían hablado muchas veces sobre él. Nos decían que Qalupalik vivía en el agua desde hacía mucho tiempo. Nuestros abuelos también nos contaban algunas historias que, a su vez, a ellos les habían contado sus abuelos.
Mi hermano me dijo que una vez había visto a Qalupalik. Fue una mañana de invierno, estábamos jugando en el hielo entre las piedras de la playa. Yo había abierto un agujero en la orilla y jugaba a romper con un palo el nuevo hielo que se formaba rápidamente en él. Cuando me cansé y me di la vuelta para volver con mi hermano vi como su cara, al principio sonriente, cambiaba. Sus ojos se abrieron de par en par y levantó una mano temblorosa para señalar en dirección al hueco que había abierto. Rápidamente me dí la vuelta pero no vi nada. Que gracioso, pensé, debe estar gastándome una broma. Pero no, me dijo que había visto una cabeza asomarse por aquel agujero. No puede ser. Una cabeza con una cara de piel verdosa y pelo largo como si fuesen algas. Tenía las mejillas llenas de manchas marrones como lunares, me dijo. No le quise creer pero su voz temblaba, no del frío, y su cara era del color del hielo azul de los glaciares. No pensé mas en ello aunque aquella noche no pude dormir.
Nunca antes había visto a Qalupalik hasta aquel atardecer. Nuestros amigos ya hacía rato que se habían marchado, obedientes. Ellos corrían a casa siempre que el último rayo de sol desaparecía. Como siempre que eso pasaba, el frío caía sobre el pueblo como una cascada de agua helada. A mi hermano y a mi no nos importaba porque preferíamos estar al aire libre que oyendo discutir a nuestros padres en casa. Nuestra casita roja era muy pequeña y nos teníamos que tapar los oídos en nuestra habitación para no oírlos.
Era primavera, pero el embarcadero estaba todavía helado con una capa de hielo suficientemente gruesa como para permitirnos andar por él. Las nubes estaban formando aquel día esas curiosas formas de lenteja que a veces hacen cuando sopla fuerte el viento.
Nos habíamos encaramado a un iceberg cercano que estaba atrapado por el hielo del fiordo, no muy lejos de la orilla. Estábamos entretenidos viendo una bolsa flotar en el aire, moverse de arriba a abajo y de izquierda a derecha. Era una bolsa roja que parecía un globo. Hacía un contraste muy fuerte contra el intenso cielo azul, como la sangre de una foca cuando se derrama sobre la nieve. A veces, incluso se quedaba quieta en el cielo a pocos metros de nosotros como si estuviesen tirando de ella en diferentes direcciones.
Era muy divertido. Mi hermano no paraba de reír y se balanceaba en el iceberg chocando continuamente contra mi. De repente, la bolsa bajó hasta la superficie helada del agua como si de buenas a primeras hubiese pasado a pesar más que una ballena. Me incorporé, salté del iceberg y me acerqué a ella corriendo, medio patinando por el hielo. No había nieve, hacía una semana que no nevaba y el hielo estaba totalmente limpio. Aunque tenía bastante espesor, se podía ver el agua negra por debajo.
Llegué donde estaba la bolsa. Por suerte se encontraba justo delante de donde el hielo empezaba a parecer más delgado y agrietado. Me puse de rodillas y con un rápido movimiento de mano, como si estuviese tratando de atrapar una trucha en el río, la cogí con firmeza. Sonreí. Un soplo fuerte de viento me dio en la cara y tiró mi capucha hacia atrás. Me reí. Me encantaba el viento. Girando sobre mis rodillas me dí la vuelta y sonreí a mi hermano que todavía estaba encaramado al iceberg. ¡Ya la tengo!, le grité agitándola en el aire. Pero otra vez estaba esa expresión en su rostro, la piel azul, los ojos como platos y la boca muy abierta. Me recorrió un escalofrío por toda la espalda, como si me hubiesen echado un cubo de agua helada por dentro del cuello de mi chaqueta.
Otra vez su mano derecha se alzaba temblando con un dedo apuntando hacia mi. No, no, no. Pero esta vez lo oí. Y también lo olí. Un olor como a pescado malo, un sonido de agua chapoteando y un gorgoteo. No hacía falta darse la vuelta, sabía quien era. Lo sentía. No podía moverme. Mi cuerpo estaba paralizado por el terror y a la vez por algo más. Era como si la curiosidad más extrema se hubiese apoderado de mi mente y me obligase a esperar congelado a ver que podía pasar. No moví ni un músculo, creo que solo mis ojos tenían vida en aquel momento. La expresión de mi hermano no cambió, era como si el tiempo se hubiese detenido para nosotros pero no para la criatura que acababa de salir del hielo y que tenía detrás.
Sus brazos húmedos me rodearon primero por el cuello y se deslizaron hacia abajo por mi pecho hasta abrazarme completamente. El gorgoteo húmedo y el aliento a podrido me erizó los vellos de la nuca y unos pelos largos y empapados como algas cayeron por un lado de mi cara y de mi hombro mojándome también mi pelo. Mi cabeza se giró lentamente hacia la cara de aquella cosa que se apoyaba en mi hombro hasta que mi mejilla, helada por el viento cortante, se encontró con la mejilla cálida y pegajosa de aquella monstruosidad mitad humana mitad criatura del mar. Sentí como el agua fría comenzaba a colarse por encima de mis botas empapándome primero los pies para luego seguir subiendo por los tobillos y piernas hasta llegar al cuello. En el último instante, justo cuando mis ojos también se llenaban de agua, busqué la mirada de mi hermano en aquel rostro desencajado para despedirme de él.
Ahora ya ha pasado tanto tiempo que casi no recuerdo su cara, solamente aquellos ojos aterrorizados y el color azul que los rodeaban, siguen clavados firmemente en mi memoria. Solo los ojos, nada más. Además de los aullidos de mi madre y sus sollozos apagados, a veces oigo la voz de mi padre, mucho mas serena, cuando con el kayak sale en primavera a buscarme entre los témpanos de hielo. Hace tiempo que no caza y cuando sale al mar lo hace solo para buscarme. Me gustaría decirles que no se preocupen y que dejen ya de intentar encontrarme. Qalupalik cuida de mi, no dejará que nadie me haga daño aquí donde estamos. Quiero decirles que no voy a volver y también que mi hermano puede quedarse con todas mis cosas si las quiere.
Qalupalik a veces se marcha y me deja sola. Sé que cuando cae el sol, al atardecer, se dirige a la orilla de la playa o al embarcadero a buscar a otros niños como yo. No sé porque lo hace, quizás porque se siente solo aquí debajo del agua. Qalupalik espera siempre pacientemente detrás de la piedras de las orillas del fiordo atraído por las risas de los que juegan junto a ellas. No tiene prisa. Sus ojos nunca parpadean y tampoco habla. Qalupalik tan solo se agazapa vigilante, observando desde su escondrijo, y no le importa cuanto tiempo tenga que esperar.
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