EL AGUILA


-¿Pero por qué no, Gustaf? - Exclamó Andrée fuera de sí golpeando la mesa con el puño. 

- A estas alturas no puedes echarte atrás, ¡maldita sea!. ¡Arruinaras todo el proyecto, todo nuestro esfuerzo se irá a la basura!- 

La luz de la lámpara, que iluminaba tenuemente la habitación, tembló violentamente con el impacto proyectando lúgubres sombras fantasmales sobre los libros de las estanterías.

A través de las ventanas de la librería de la Real Academia de las Ciencias podía verse como, mientras tanto, nevaba copiosamente en las calles de Estocolmo. La tormenta arreciaba con fuerza in crescendo al igual que evolucionaba la virulencia de la discusión. Por encima de los bramidos de Andree podía oírse el viento aullar tan furiosamente como si nos encontráramos en ese momento en el mismísimo polo Norte.

- Nos has engañado, maldito loco insensato. Tu estúpido globo no puede volar. Ya te lo advertí este verano en las Spitzbergen, no tiene suficiente autonomía para realizar la travesía completa, pierde demasiado hidrógeno por las costuras, lo sabes perfectamente. No participaré en esta farsa ni un día más, no pienso suicidarme contigo para satisfacer tu Ego.- Dijo Gustaf, levantándose de un salto y dando varios pasos hacia Salomon Andrée a la vez que le señalaba amenazadoramente con el dedo. 

- Eres un estúpido, ya he ordenado arreglar ese asunto ¿Por qué crees si no que he aumentado su tamaño casi al doble?, esta vez funcionará, con un mayor volumen de gas el globo aumentará la autonomía y podremos cruzar la banquisa polar sin problemas. Los cálculos no pueden fallar, tiene que funcionar-

Andrée, nuestro comandante, pretendía alcanzar el polo norte geográfico en globo. Nada menos, el Polo norte, un grial aparentemente inalcanzable que se pretendía desde hacía más de un siglo pero que todavía no se había dejado conquistar. Constantine Phipps, David Buchan, Edward Parry, Charles Francis Hall y George Nares entre otros, habían intentado sin éxito antes que él arrebatarlo de su inexpugnable altar blanco. Todos habían navegado primero hacia el norte hasta llegar a la inmensa alfombra helada en perpetuo movimiento que rodeaba al polo y que se extendía más allá de las islas Spitzbergen, para después caminar sobre ella salvando las incontables grietas y enormes crestas de presión de hielo de varios metros de altura que hacían la travesía hasta él casi imposible. De hecho, en estos mismos instantes, mientras Andree y Gustaf discutián, el formidable explorador noruego Fridtjof Nansen, que había atravesado recientemente Groenlandia, debía de encontrarse de vuelta de su intento invernando en alguna isla desolada del Ártico, quizás esperando llegar durante el verano siguiente a la civilización para sorprender al mundo con su logro. 

Pero por ahora, nada se sabía del resultado de su expedición, Nansen bien podría estar muerto. Todos aquellos intentos fallidos habían excitado la imaginación de Andrée, pero también lo habían convencido de que la única manera de llegar a su meta era por aire, en un globo, en el Águila.

El meteorólogo, Gustaf Elkhom, que acababa de cumplir cuarenta y ocho años, había tenido a Salomon Andree, cinco años más joven que él, a sus órdenes durante la expedición meteorológica a las Spitzbergen de 1882. El joven Salomon había destacado allí por su particular resistencia a los elementos, así como por su voluntad férrea e inamovible a la hora de desempeñar cualquier tarea que Gustaf había puesto a su cargo, especialmente durante el largo invierno que pasaron allí. Ahora, quince años después, aquellos dos camaradas se enfrentaban el uno al otro como niños de colegio con sus rostros tan pegados que casi se tocaban las puntas de sus narices. Con todo el planeta expectante a la espera de sus próximos movimientos, los papeles se invertían y Andrée actuaba como comandante de aquella extravagante expedición y Gustaf como su segundo. 

Los pequeños ojos guiñados que se escondían detrás de las diminutas gafas redondas de Gustaf, junto con su frente despejada, le hacían portar un cierto aire de sabio despistado, y en realidad, el doctor en filosofía natural, jefe de la oficina meteorológica de Estocolmo, lo era en parte. Aquel rostro afable y barbudo, daba la falsa impresión de ser un hombre inofensivo y contrastaba enormemente con el autoritario semblante de poderosa mandíbula cuadrada, exagerados bigotes y mirada altiva de Andrée.

Sin embargo, con Andree al mando durante su primer intento de llegar al Polo en el Águila de aquel pasado verano de 1896, las cosas no habían ido precisamente como la seda y ahora la tensión era más que palpable en el ambiente. Existían demasiadas incógnitas sin resolver que hacían que las perspectivas se presentaran muy poco prometedoras para la siguiente temporada.

La expedición había sido un verdadero fiasco. Los patrocinadores habían gastado miles de coronas suecas en construir la aeronave, montar el hangar, llevar los generadores de hidrógeno, una cantidad ingente de equipo y hombres a la desolada isla de Danskoya, al norte del archipiélago Spitzbergen, y todo para nada. Las expectativas eran tan grandes cuando la expedición partió abrazada por los vítores de toda la ciudad de Estocolmo, que el sentimiento de frustración nacional fue todavía mayor cuando llegaron las noticias a Suecia de que el globo ni siquiera había abandonado el hangar. Pero lo peor sin duda para Andree, había sido tener que aguantar las miradas esquivas y sonrisas burlescas y divertidas de colegas y conocidos una vez de regreso en casa. A su vuelta, el rey de suecia ni siquiera se dignó a recibirlo, respondió a todas las peticiones de audiencia de Andrée interponiendo todo tipo de excusas increíbles. Era totalmente humillante, tenía que volver y terminar lo que había empezado o se convertiría en el hazmereir de sus compatriotas y del mundo entero. 

Yo no había participado en la campaña del verano anterior, pero había seguido con mucho interés todos los pormenores de su expedición desde mi casa en las montañas, en el centro de Suecia. Aunque solo conocía la versión oficial de los hechos, ya se vislumbraba de forma inevitable y evidente que la relación entre Gustaf y Andrée se había deteriorado alarmantemente. 

Aquel año habían llegado con la temporada demasiado avanzada y durante el poco tiempo del que dispusieron para esperar a tener vientos propicios, éste, había soplado siempre desde el norte. Según algunos, la providencia había hecho que Andree no pudiera partir, ya que en opinión de muchos todavía existían innumerables problemas técnicos que no se habían solventado y que, en cualquier caso, habrían hecho el viaje imposible. Los más agoreros pensaban que el destino había librado a los tripulantes de una muerte segura y horrible.

El único éxito logrado durante todo el tiempo que estuvieron allí, si así puede llamarse, fue la caza de un magnífico ejemplar de osa polar y sus dos cachorros acompañantes, que pasarían, una vez disecados, a formar parte de la colección del museo Nacional de historia natural de Estocolmo. Una hazaña, que en la cruel forma en la que se perpetró y la frialdad subsiguiente con la que fue contada en la narrativa oficial del viaje, provocó tal rechazo entre la delicada audiencia de nuestro país que pasó a engrosar los motivos de repulsa del público otrora de nuestro lado y expectante. Poco podíamos imaginar que aquel hecho traería inesperadas y nefastas consecuencias sobre nuestra siguiente expedición.

Nils Strindberg y ocho hombres más fueron los protagonistas de aquella improvisada partida de caza a bordo de la pequeña lancha a vapor auxiliar mientras su barco, el Virgo, se descargaba.

Al poco de partir, los cazadores se cruzaron con las huellas de un oso y sus dos crías que inmediatamente comenzaron a seguir. La pista les condujo, después de recorrer algunos kilómetros, a encontrar a la pequeña familia saltando de un témpano de hielo a otro en el mar. Sin duda un momento idílico que no llegó a emocionar lo suficiente a los hombres y que llegó a un abrupto final cuando su instinto cazador se impuso y tornó la bucólica escena en una sangrienta matanza. El joven e impulsivo Nils desembarcó de un salto en el hielo y se arrastró en dirección a los osos a cuatro patas para que no le vieran, sin embargo, el viento no le fue favorable y rápidamente se apercibieron de su presencia. Se detuvieron y miraron con curiosidad en la dirección en la que se encontraba su cazador. 

Consciente de que en momentos la situación podría volverse muy peligrosa, Nils disparó a uno de los pequeños cachorros. La osa se giró sobre sus cuartos traseros e inmediatamente acudió a socorrer a la pequeña cría, a la que comenzó a lamer la herida con ternura. Un segundo disparo, esta vez fallido, hizo que la madre abandonase a su retoño y cargase con furia contra su atacante. Nils se puso en pie, su vida estaba ahora en serio peligro, había pocas probabilidades de sobrevivir a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con un oso polar adulto. Con nervios de acero, a pesar de que la osa se encontraba a escasos veinte metros, apuntó al animal y apretó el gatillo, pero ninguna bala salió del cañón. Después de haber estado acechando en el hielo sobre charcos superficiales durante un buen rato los cartuchos se habían empapado. Tras maldecir repetidas veces, el cazador emprendió una ignominiosa huida. Al darse cuenta de que su agresor se retiraba, la osa detuvo su ataque y regresó junto con sus cachorros interrumpiendo la persecución, error que dio tiempo a Nils a volver al bote a por más munición. 

Ésta vez se le unió el resto de la partida que comenzó a empujar a gritos y voces a los osos hacia el mar, fuera del hielo, donde éstos eran más vulnerables La madre nadó hasta un témpano de hielo cercano transportando a sus espaldas a la cría herida. Allí, Nils le descerrajó un tiro que pasó entre sus escápulas atravesando sus pulmones. La osa soltó un rugido de dolor que hizo eco en las laderas de la colinas cercanas. Todavía portando la cría a sus espaldas se lanzó de nuevo al agua hacia nosotros, aunque sus heridas no le permitieron más que avanzar unos cuantos metros antes de morir y quedar flotando. Recogieron el cuerpo del animal, remataron al cachorro herido y abatieron al otro pequeño restante momentos después. La carnicería había terminado. 

Mientras, en la orilla, no muy lejos pero a suficiente distancia un descomunal oso, que parecía ser el padre de la infortunada familia, dando vueltas sobre sí mismo como un loco y alzándose sobre sus patas traseras de tanto en tanto rugiendo con furia desatada. Ya en la lancha a vapor, frente al desesperado animal que llamaba a su pareja con lamentos, cada vez más lastimeros, Nils ordenó tomar algunas fotografías de sus presas. Posó sonriente de la forma en la que habitualmente lo hacen los cazadores, poniendo la bota sobre la cabeza de la osa con el la culata del rifle apoyada en su rodilla. Al poco rato estaban desembarcando a las tres criaturas en la cubierta del Virgo formando un enorme charco de sangre que produjo la repulsa de muchos de los que lo presenciaron, entro otros la de Andree, cuyo gesto de desagrado al parecer fue ostensible. 

El jóven Nils Strindberg, iba a ser el tercer expedicionario destinado a compartir la barquilla del Águila en la que serían transportados hasta el Polo, sería el fotógrafo que documentaría la expedición. Un hombre entusiasta y soñador de mirada alegre que ante la discusión que estaba presenciando se sentía realmente incómodo. Se levantó de la silla bruscamente. Temía que se iniciase una reyerta a puñetazos en medio de la librería y se provocase un escándalo difícil de explicar .

- Por favor, señores- exclamó.- Mantengan la calma.-

Sin embargo, ninguna de sus palabras pareció tener más efecto que el de haber logrado detener el tiempo por unos momentos. 

Los ojos de los contrincantes, enmarcados en sus rostros enrojecidos por la ira, se miraban fijamente sin pestañear. Sus venas palpitaban visiblemente agitando las pajaritas que decoraban sus cuellos. Durante los breves instantes de silencio que duró aquel callado pulso, el silbar de la tormenta de nieve se hizo más audible incrementando angustiosamente la tensión de la escena. Gustaf y Andree ardían como si la trifulca se estuviese produciendo entre las llamas del mismo infierno. Mientras, la frente y espalda de Strindberg se perlaba de un sudor frío que hacía que su camisa se le pegara incómodamente. Por su mente pasaban ahora a toda velocidad, para alojarse en sus neuronas como semillas de realidades tangibles, como tenebrosos augurios, las advertencias y los temores que su prometida Anna le había transmitido desde el mismo momento en que decidió sumarse a aquella loca aventura. 

Pero yo todavía no me he presentado, mi nombre es Knut Fraenkel, en aquel momento tan solo un invitado a participar como parte del equipo de apoyo en la expedición programada para el verano siguiente, que observaba aquel enfrentamiento con cierta perplejidad y no poca contenida preocupación. Todavía era ignorante de que estaba destinado, a consecuencia de lo que inevitablemente aconteció durante los siguientes instantes en aquella librería, a que mi nombre pasara a ocupar el tercer puesto de nuestro particular y trágico podio. 

Parecía que fuera ayer cuando Andrée hizo su primera ascensión en globo en Estocolmo y más cercano todavía el día que había cruzado el báltico. Poco tiempo después de aquellas primeras audaces pruebas, Andrée depositaba su proyecto de conquista del Polo norte encima de la mesa la Real Academia de la Ciencia, que recibía la más atrevida y bizarresca propuesta que había tenido que afrontar durante toda su existencia. El viaje de Salomon Andree al Polo Norte haría historia, sería el “vuelo del Águila” del que se hablaría en todo el mundo. No faltaron los patrocinadores, entre otros el millonario inventor Alfred Nobel y el mismísimo rey de Suecia. El proyecto que les llevaría a la gloria llenaba páginas y páginas con cálculos, esquemas, y planos que presentaban sugerentes trayectorias que marcaban en rojo una línea recta que unía las Spitzbergen con el Polo. 

Durante todos aquellos ensayos, algunos más exitosos que otros, Andree había diseñado y perfeccionado los métodos más variopintos para dirigir el rumbo de su invención flotante y poder así llevarla a buen puerto. Mediante un sistema de cuerdas guía, que arrastraría por encima del mar y la superficie helada del polo, y unas velas auxiliares que usaría a modo de timón, guiaría la esfera flotante de veinte metros de diámetro fabricada en seda hacia el norte.

El globo sería inflado con hidrógeno y embutido en una red de cuerdas entrelazadas entre sí. Se la dotaría de válvulas y otros accesorios y de ella colgaría la barquilla cilíndrica de dos metros de diámetro que habría de llevar a los tres expedicionarios a la conquista del Polo Norte. 

La exhibición en el Champ de Mars de los componentes del globo fabricados en Francia, realizada aquella misma primavera, causó gran admiración y expectación entre los más de treinta mil parisinos que la visitaron. Teóricamente, el correcto diseño de la aeronave estaba contrastado y probado, pero ahora era evidente que había variables que no se habían tenido en cuenta y que habían empezado a manifestarse en el peor momento posible, durante la prueba final.

La llegada del famoso explorador noruego Fridtjof Nansen a la Tierra de Francisco José en junio de aquel mismo año no había hecho sino empeorar la presión mediática sobre Andree y su equipo. La expedición de Nansen había partido en 1893 de Cristiania en el buque Fram con la intención de alcanzar también el polo Norte. Su atrevido intento había llenado páginas de noticias en periódicos no solo de Noruega, Suecia, Dinamarca sino de todo el mundo. Nadie hasta la fecha había dejado atrapar su barco por el hielo para ser arrastrado por él hacia el Polo voluntariamente. Como en el caso de Andrée, él mismo había participado en el diseño de aquella nave nodriza que abandonaría, después de haber pasado dos inviernos siendo transportado sobre el hielo, para hacer los últimos kilómetros a pie al pasar por el punto más cercano a su objetivo. Nansen estaba protagonizando una atrevida hazaña que muchos consideraban muy temeraria, incluso suicida. Habían pasado tres años desde que zarparon y todavía nada se sabía acerca del su paradero ni del resto de sus compañeros a bordo del Fram. Aunque estaba previsto que la expedición pudiese durar hasta tres años y muchos mantenían todavía la esperanza de verles aparecer sanos y salvos y victoriosos, algunos sin embargo, ya los daban por muertos. 

Andrée, Gustaf y Nils debieron considerarse unos privilegiados por ser de los primeros en ver con vida y dar la bienvenida a los tripulantes del Fram cuando en agosto su barco apareció de entre la bruma. Su silueta se fue haciendo más y más visible conforme se aproximaba, como un barco fantasma transportando almas resucitadas tras un largo periplo por la banquisa helada. En los macilentos rostros de los marineros de la expedición Noruega se percibía en parte un cierto alivio, un brillo en la mirada que dejaba ver que probablemente eran muy conscientes de que la razón que había permitido que formaran parte del magro grupo de privilegiados que el hielo polar había devuelto alguna vez sanos y salvos a las aguas al norte de las Spitzbergen, era la suerte y nada más. Los tres expedicionarios no pudieron evitar sentir un escalofrío cuando vieron reflejado su futuro en los rostros de aquellos a los que les había sido perdonada la vida, como mostrado a través de un espejo. ¿Sería el polo tan magnánimo con ellos una segunda vez en un intervalo tan corto de tiempo o por el contrario dejaría caer ahora su guadaña cansado de que aquellas patéticas criaturas se pasearan a placer por su reino?.

Aunque aquel verano Nansen había aparecido técnicamente derrotado, el hecho de estar vivo tras tan inconcebible odisea, hizo que fuera aclamado como un héroe en todo el mundo. Andrée y el resto de su expedición encontraron a su vuelta de las Spitzbergen a finales de agosto a Nansen en Tromso donde tuvieron la oportunidad de felicitarle por su feliz regreso y de recibir a cambio, como una suerte de relevo, la mejor de las suertes en su próximo intento.

Aquel teórico “fracaso” ponía a nuestra expedición en una envidiable posición, al mismo tiempo sin embargo, que le imprimía una presión añadida. Suecia ahora tenía todas las posibilidades de alcanzar el codiciado polo antes de que ninguna otra expedición pudiera tener tiempo de organizarse adecuadamente para intentarlo. 

El año anterior habían perdido una muy buena oportunidad de alcanzarlo, pero tras la derrota de Nansen, ahora el destino les ofrecía una segunda ocasión que no podían desaprovechar. Ellos estaban allí, a sus puertas, con todo el equipo preparado, un globo mejorado y probado, y disponían de todo el verano siguiente por delante. Nada podía interponerse en su camino hasta el polo, ahora solo hacía falta que soplaran los tan necesarios vientos favorables del sur. 

Pero retornemos por un momento a nuestra librería de Estocolmo. Gustaf, se irguió, miró a los ojos de Strindbergen, seguramente apercibiéndose del miedo que se había apoderado de él, y vislumbrando claramente a través de sus dilatadas pupilas la agitación interior que ahora le dominaba, le dijo: 

- Nils, será mejor que tú también abandones, Andrée nos ha mentido. El diseño del globo no funciona ni funcionará jamás. Da igual que lo haga ahora más grande, sigue perdiendo hidrógeno por todas las costuras. Este verano Andree falseó los datos de recarga de gas, reduciendo en las notas las cantidades suministradas. Está loco, te lo digo yo. No llegareis a cruzar la banquisa, seguramente no llegareis ni a alcanzar el polo-

Nils y yo miramos a Andrée desconcertados, no podíamos creer las palabras de Gustaf, ¿Por qué habría de hacer algo así? no podía ser cierto. ¿Poner en peligro a toda la expedición y a sí mismo de forma deliberada y suicida? No tenía ningún sentido, pero lo cierto es que, yo por mi parte, ya había advertido que había algo anormal en el comportamiento de Andrée .

El rostro de Andree pasó de un color rojo salmón a un blanco hielo en cuestión de segundos. El labio inferior le temblaba visiblemente debajo del bigote. Era evidente, ya que el comandante no solía perder la compostura, que o bien Gustaf le había pillado desprevenido con aquel exabrupto falaz e inesperado, o bien, que no era consciente de que su camarada estuviese al tanto de sus maniobras.

Gustaf no perdió más tiempo y salió de la habitación dando un brutal portazo sin mirar atrás. Ahora el aullido del viento fuera era tan audible como el aullido de un oso polar enfurecido en la distancia.

Sin Gustaf, el liderazgo indiscutible de la expedición, recaía sobre Andrée, no habría contraste posible de opiniones. Sería la máxima autoridad y único órgano decisión, pero la baja de Gustaf levantaba inmediatamente otra cuestión, ¿quién sería ahora el tercer integrante de la expedición? El siguiente candidato de la interminable lista de potenciales expedicionarios que ansiaban participar y que tendría que sustituirle era seguramente yo, por algo estaba en aquella habitación, deliberando sobre todos los pormenores necesarios para preparar el segundo intento. Andree y Nils se volvieron hacia mí y me miraron fijamente, especialmente Andree, quien parecía sopesar si mi incorporación iba a suponerle un nuevo inconveniente o no. 

Confuso y aturdido les devolví la mirada todavía sin terminar de creerme la escena que acababa de presenciar. 

-Podemos contar contigo Fraenkel?-

-Ehh, si claro, supongo…”

EL VUELO

El viento soplaba fuertemente desde el sur, sin duda un buen augurio. Hasta las paredes de madera del hangar crujían emitiendo inquietantes sonidos mientras la nieve en polvo se arremolinaba a su alrededor entorpeciendo el trabajo de los operarios que deambulaban de aquí para allá frenéticos enfrascados en sus tareas. 

Llegamos a las islas a finales de mayo, quince días antes que el año anterior, y esta vez todo fluyó de una forma casi automática. Tanto, que apenas hacía falta dar instrucciones a los hombres. Todos sabían exactamente que tenían que hacer. Andree examinaba el aparato de llenado casi obsesivamente y llevaba a cabo los ensayos de estanqueidad impidiendo a Nils ni a mi acercarnos a él. El 22 de junio, un día después del solsticio de verano, el globo se encontraba completamente hinchado. Por fin estábamos preparados para partir.

Revisé que todo el equipo y provisiones estuviese listo para el momento del despegue, que podía producirse en cualquier momento. Todo había sido convenientemente marcado el año anterior con la inscripción: “EXPEDICIÓN POLAR DE ANDREE 1896”. Una medida de precaución para que, dado el caso de que hubiera que despojarse de parte del material por el camino como lastre, fuera posible que eventuales expediciones de rescate pudiesen seguir nuestra trayectoria. Pero…¿para encontrar qué?, ¿quién querría seguir nuestro rastro? 

Si realmente llegáramos a atravesar la banquisa y pudiéramos pregonar a los cuatro vientos que habíamos alcanzado el Polo, no haría falta que nadie siguiera nuestros pasos, ¿para que entonces? ¿Para que una partida de rescate pudiese encontrarnos vivos en caso de no aparecer? ¿o tan solo para que quienes fuesen recogiendo nuestras pertenencias pudiesen encontrar al final del rastro nuestros cadáveres y diarios contando nuestro desastroso final? Funesto pensamiento que traté de alejar de mi mente pero que cada vez que leía la inscripción en alguno de los objetos que manipulaba revivía en mi cabeza.

Andree estaba impaciente, había ordenado preparar la barquilla para la partida casi desde el mismo momento en que había soplado la primera brizna de aire. Resultaba difícil de creer, visto desde fuera, que tal cantidad de material pudiera hacinarse dentro de aquel diminuto habitáculo. Trineos, un bote desmontable provisiones para cuatro meses, ropa de abrigo, tienda de campaña, instrumentos de medida, rifles, equipo fotográfico y un interminable etc, todas y cada una de aquellas cosas encontraron su lugar en el interior de lo que debería de ser nuestro hogar por el plazo de unos días hasta que llegaramos a Siberia, al otro lado del océano polar. También transportaríamos equipo suficiente para efectuar una travesía sobre el hielo y llegar a tierra en caso de ser necesario, como Nansen había hecho durante su intento al desembarcar del Fram el año anterior. 

Un día, el viento sopló favorablemente, pero Andree se resistió a dar la orden de partir, argumentó que la presión atmosférica subía demasiado rápido y que aquella racha no duraría lo necesario. Todos estábamos tan impacientes que a duras penas entendimos la decisión, y los murmullos que se dejaban oír entre los hombres hablaban de que realmente este año Andree tampoco tenía ninguna intención de querer partir. El viento amainó y con él los ánimos de todos los componentes de la expedición, no sería hasta veinte días después cuando llegó el ansiado momento. El once de julio, un viento constante del sur comenzó a soplar con fuerza desde primera hora de la mañana, tan fuerte que llegamos incluso a temer por la integridad del hangar que albergaba al Águila. Andree ignoró al resto de los científicos presentes y se dirigió directamente a Nils y a mi.

- ¿Que opinan muchachos? ¿Partimos?- 

Todos nos miraban expectantes, estábamos pegados a la barquilla, resguardados del viento creciente. Nuestra respuesta no se hizo esperar. - Pues claro, ¿a qué diablos estamos esperando?- 

Los carpinteros desembarcaron rápidamente del Virgo y se pusieron manos a la obra, demoliendo en minutos todo el lado norte del hangar para permitir al globo partir. La poderosa voz de Andree se imponía sobre el rugir del viento dando órdenes a todo el personal. La barquilla fue enganchada a la enorme esfera flotante justo cuando llegó el momento de las despedidas. Nils se dirigió a uno de sus mejores amigos y le pidió que le remitiera a Anna la última carta de despedida que había escrito, también pidió que le fueran enviadas las fotos que se iban a tomar aquel histórico día. Desde donde estaba pude ver como se tocaba con la mano el pecho, donde llevaba siempre una foto de su prometida, pegada al corazón. Andree y yo nos despedimos asimismo de nuestros compañeros, despedidas de pocas palabras pero con miradas llenas de significado. 

De repente, Andree se separó bruscamente del resto de sus hombres y se encaramó a la barquilla gritando: 

- Strindberg, Fraenkel, ¡vamos allá!- 

Tengo que reconocer que los pelos se me pusieron de punta. Un instante impresionante. Nils y yo saltamos a la barquilla, y los tres al tiempo comenzamos a cortar las cuerdas que nos mantenían unidos al suelo excepto una restante que debía ser cortada en el último momento. El Águila levantó el vuelo. 

Se hizo un profundo silencio, las tripulaciones de todos los barcos presentes callaban mirando expectantes como el globo iniciaba su camino hacia lo desconocido. Solo se oía el viento agitando las velas de dirección. Los tres nos encontrábamos en una especie de trance. 

Andree se mostraba especialmente tranquilo, con una ausencia de emoción extraña incluso para su rostro habitualmente inexpresivo. En su semblante, solo se percibía una firme expresión de resolución y de voluntad indomable. Como un Don Quijote aeronauta a punto de enfrentarse a gigantes helados imaginarios. Fue mientras le miraba extrañado ensimismado en estos pensamientos que pasaban por mi cabeza cuando Andree gritó:

- Uno, dos ¡Corta! - 

El corazón me dio un vuelco, Andree había sellado nuestro destino con aquella última orden. Los operarios cortaron el último cabo que aún nos unía con nuestra amada tierra, el cordón umbilical. 

Las tripulaciones de todos los barcos alzaron sus voces al unísono en una espontánea ovación. El globo se elevó al principio con solemnidad calmada durante varias decenas de metros para luego descender bruscamente hasta tocar el agua del fiordo situado frente al hangar. Hubo exclamaciones asustadas y los tripulantes del Virgo se apresuraron a preparar los botes para un eventual rescate, pero de nuevo, como dirigido por una mano experta e invisible, el globo se volvió a elevar y se dirigió resuelto y decidido directamente hacia el norte. 

Nada se interponía ya en su camino, solo el hielo flotante sobre el mar polar les acompañaría hasta su meta.

ATERRIZAJE

Durante las primeras horas el vuelo transcurrió sin incidentes dignos de reseñar. Soltamos las boyas de señalización y palomas mensajeras en los intervalos de tiempo previstos en nuestras instrucciones confiando en que estos medios de comunicación llegaran a su objetivo. Sobrevolamos la banquisa helada dirección norte durante varias horas bajo un cielo despejado que con el paso del tiempo empezó tímidamente a cubrirse de nubes. 

Andree se mostraba serio, quizás demasiado a la vista de las aparentes idóneas circunstancias en las que volábamos hacia nuestro objetivo. Todas las dudas del invierno pasado parecían ahora, mientras el cálido viento del sur nos impulsaba, una lejana pesadilla, como esos turbios pensamientos que nos invaden siempre antes de embarcarnos en alguna aventura. Nada podía ir mal, el Águila volaba admirablemente en un perfecto vuelo horizontal por encima de unas nubes que nos ocultaban casi continuamente el suelo. La primera guardia le tocó a Andree, Nils y yo descansamos en los catres que habíamos preparado para tal efecto abajo, en la barquilla. Al rato le tocó el turno a Andree, y por fin pudimos Nils y yo comentar a solas la situación. Entre susurros compartimos lo exagerado que ahora nos parecía la reacción de Gustaf, estuvimos de acuerdo en que había cometido un imperdonable error debido a su exceso de celo. Un error, sin duda, que le privaría de los laureles, aunque gracias a su renuncia, me encontraba yo a bordo del Águila y no él.

Desde el aire, la niebla de vez en cuando se abría y nos permitía ver el suelo sobre el que navegábamos. Pudimos ver a un oso polar que corría por el hielo, tan liso como el paseo marítimo de Estocolmo, al parecer asustado por la sombra de nuestra aeronave. Corría en la misma dirección en la que avanzábamos nosotros girando la cabeza a intervalos para observarnos, como si no se fiase de que fuéramos a dejarnos caer sobre su cabeza y aplastarlo. Nils bromeó con la posibilidad de cazarlo desde el aire:

- Una pena que no podamos parar a recogerlo, sería una cena estupenda!.- 

Aquella tarde la dirección del viento cambió y nos empezó a llevar rumbo oeste en lugar de norte. El globo empezó a perder tanta altura que llegamos incluso a golpear un par de veces el hielo, y así volando a muy baja altura, y a pesar de desembarazarnos de gran parte de los objetos que consideramos menos necesarios, seguimos durante bastantes kilómetros más. 

El estado de ánimo en la barquilla cambió drásticamente, al igual que el cambio de tiempo hizo que las nubes se cernieran ahora sobre nosotros. Las palabras de Gustaf del invierno anterior sobrevolaron de nuevo sobre nuestras conciencias. Los vellos de mi cuerpo se pusieron de punta cuando una familiar sensación de desasosiego se impuso en mi corazón, una reacción que no se debía sólo a la súbita bajada de temperaturas que estábamos padeciendo. 

Ya no sabíamos de que más deshacernos, Andree cogió la gran boya destinada a marcar nuestro paso por el polo y la tiró sin ninguna ceremonia por la borda. Nils y yo, que en ese momento nos estábamos deshaciendo de algunas herramientas nos quedamos petrificados. ¿Qué significaba aquello? ¿Había perdido Andree toda esperanza de alcanzar nuestro objetivo o se trataba tan sólo de un descuido? Era difícil de calibrar el efecto de aquella acción debido a la inexpresividad del gesto de Andree. Lancé una significativa mirada a Nils pero no pronuncié ni una sola palabra al respecto. 

La barquilla continuó golpeando cada vez con más frecuencia el hielo, tanto que se hizo insoportable. Necesitábamos ganar altura urgentemente, si al menos pudiésemos conseguir que el sol calentase algo el gas confinado en el globo, éste se alejaría de la superficie y nos permitiría volar como lo habíamos estado haciendo hasta ese momento. Era muy probable que debido al frío creciente y al cambio de tiempo, se estuviese acumulando demasiado hielo sobre la superficie del globo. Aquello, junto a las temidas pérdidas de gas que había pronosticado Gustaf, hacía que la aeronave fuera incapaz de levantar el vuelo sobre la espesa capa de niebla que nos mantenía atrapados y pegados a la banquisa polar como un cepo. 

Andree permanecía impasible, nos ordenó a Strindberg y a mí a dormir a pesar de que era imposible hacerlo con aquellos impactos que se sucedían con frecuencia matemática cada cinco minutos. Los continuos golpes apenas nos dejaron dormir, una pena, porque más allá del estruendo de nuestros impactos, no se oía ningún ruido, no había pájaros, debíamos de estar ya muy lejos de tierra firme. 

Al llegar nuestro turno, Nils y yo salimos de nuevo de la barquilla y vimos como Andree continuaba tirando cosas por la borda, ésta vez le vimos arrojar uno de los cofres de madera medicinales. El Águila elevó algo el vuelo, lo suficiente para que pudiésemos desplegar las velas de dirección de nuevo. En el hielo, debajo, vimos huellas y solo un poco más tarde vislumbramos a un inmenso oso polar que caminaba a buena velocidad en nuestra misma dirección.

Pasadas sesenta y cinco horas desde que partimos, y después de haber recorrido más de quinientas millas, Andree decidió no continuar con el vuelo y abandonar el Águila. Nuestro comandante hizo aterrizar el globo con una suavidad casi imposible. La lona del globo se posó sobre el hielo como un pétalo de flor cayendo desde la rama de un árbol y quedó tumbado sobre la nieve tan inservible como un neumático deshinchado. Andree y yo saltamos al hielo y nos alejamos unos pasos para contemplar la escena con preocupación. Mientras, sin embargo, el joven Nils tomaba fotografías del momento excitado como un niño pequeño, parecía divertido con todo aquello, seguramente no muy consciente de que a partir de aquel instante, los cientificos aeronautas que pretendían cruzar el polo viajando cómodamente, se habían convertido en exploradores terrestres que tendrían que caminar cientos de millas por uno de los parajes más inhóspitos de la tierra.

Preparamos los tres trineos sin prisa, y hasta con cierto entusiasmo y comenzamos la travesía. Yo, el más fuerte de los tres, llevaría el bote desmontable y mis compañeros las provisiones, tienda, sacos, etc. La carga de cada trineo rondaba los doscientos cincuenta kilos, sin duda un peso desmesurado que apenas podríamos arrastrar. Las primeras pruebas pronto nos hicieron darnos cuenta de que sería necesario arrastrar cada trineo por separado entre los tres y volver consecutivamente a por el siguiente. De ese modo tendríamos que recorrer cinco veces la misma distancia, tendriamos que recorrer cinco veces el trayecto que habría de llevarnos hacia la salvación. 

Nos dirigimos en un principio hacia la tierra de Francisco José, al este, pero tras varias semanas de marcha, gracias a las observaciones de posición que tomamos, fue evidente que la deriva de la banquisa polar nos estaba arrastrando irremisiblemente hacia el oeste. Decidimos modificar el rumbo para aprovechar este movimiento y nos dirigimos en su lugar al archipiélago de las Siete islas, ubicado justo al norte de las Spitzbergen. Aligeramos los trineos sacrificando gran parte de nuestras provisiones hasta que estos tuvieran un peso manejable que pudiéramos arrastrar cada uno y continuamos la marcha. Era vital incrementar el ritmo si no queríamos vernos obligados a invernar sobre el hielo marino.

Durante todo el camino aparecieron osos polares, a veces con crías, a veces sin ellas, gracias a ellos pudimos reponer provisiones durante todo el trayecto, resultaba relativamente sencillo darles caza, casi en todas las ocasiones los osos se daban la vuelta y salían huyendo cuando se daban cuenta de que no éramos una presa fácil, era en ese momento cuando los abatíamos con nuestros rifles. Andree y yo discutíamos en cada una de aquellas ocasiones acerca de lo adecuado o no de dar cuenta de las vísceras del animal. Eran reconocidas sus propiedades como fuente de vitaminas, pero nuestro comandante era especialmente reacio a que comiéramos el hígado de los animales por temor a contraer la mortal triquinosis. La cantidad de alimento que estos animales era tal que nuestras discusiones nunca transcendían y acababa dándole siempre la razón. 

No tuvimos problemas para encontrar vida animal, pues ésta existía en abundancia. Las focas y las morsas eran los animales más escurridizos y resultaba difícil darles caza, cuando lo hacíamos, estas casi invariablemente se iban al fondo del mar al ser heridas o muertas. Nuestra dieta por tanto se ceñía casi exclusivamente al oso polar, que proporcionaban abundante carne y grasa y eran relativamente fáciles de cazar. 

Había un oso enorme, sin embargo, que hizo su aparición en diversas ocasiones pero que nunca se puso al alcance de nuestros disparos. Nils, excitado aseguraba que se trataba de aquella enorme criatura que habíamos sobrevolado días antes. Es cierto que los osos caminan enormes distancias sobre el polo pero Andree y yo le disuadimos de aquella idea. Aquel ejemplar no se comportaba como el resto, era fácilmente reconocible por su errático caminar y curioso proceder, puede que el animal estuviese enfermo o delirante.

El fervor inicial de Nils se fue apagando conforme pasaban los días y no aparecía ni rastro de tierra por ninguna parte. El día de su cumpleaños, Andree le dio las cartas de su novia y familia que éstos nos habían dado antes de la partida para que le fueran entregadas precisamente éste día, esperando que su ánimo se recobrase parcialmente. Pero ocurrió justo lo contrario, su humor cambió radicalmente y se hundió en una profunda depresión. La lectura de las palabras de sus seres más allegados pareció liberar todos los miedos que Nils había conseguido enterrar hasta entonces, y la esperanza desapareció de su mirada. Dejó automáticamente de escribir las cartas que de forma periódica garabateaba a su amada. Ese mismo día, como remate, Nils cayó a una de las lagunas de agua que se formaban sobre el hielo y tuvimos parar la marcha y montar la tienda para poder reanimarlo y secarlo completamente.

El entusiasta joven que paraba a cada momento a tomar fotos de todos y cada uno de los momentos singulares se volvió de pronto un ser taciturno y callado que apenas participaba en nuestras conversaciones y que arrastraba su trineo como un alma en pena al final de la hilera que formábamos en nuestra procesión.

Julio dio paso a agosto y agosto a septiembre. El otoño se aproximaba peligrosamente acortando los días y haciendo desplomarse las temperaturas varios grados bajo cero. Para entonces empezaron a acabarse las provisiones que habíamos traído con nosotros y nuestra dieta pasó a depender casi enteramente de la caza que éramos capaces de procurarnos, casi totalmente basada en los osos que cazábamos.

Entonces el terreno empeoró. Los pequeños canales que antes podíamos esquivar con facilidad, comenzaron a hacerse cada vez más anchos, obligándonos a tener que montar los trineos sobre el bote para cruzarlos, retrasando nuestra marcha hacia el oeste de forma dramática. Además, los diferentes témpanos ahora chocaban entre sí formando crestas de presión que resultaban casi imposibles de cruzar con los trineos, a veces nos obligaban a tallar un paso entre ellas, haciéndonos perder horas preciosas.

Cuando todo parecía jugar en nuestra contra Andree, con su potente vozarrón, hizo que diéramos un respingo al gritar: 

-Tierra!- 

En el horizonte se vislumbraba algo que al principio pensamos era tan solo nubes bajas. Fijando bien la mirada y protegiéndonos de un sol que cada vez se elevaba menos sobre el horizonte, nos dimos cuenta de que Andree tenía razón. Aquello no eran nubes, se trataba de un glaciar. La isla Blanca, según los mapas, una escurridiza masa de tierra que apenas es visible porque los glaciares que la cubren la camuflan con el resto del paisaje circundante. Una isla que se encontraba a más de cuatrocientos kilómetros al este de nuestro punto de partida pero que nos ofrecía una atractiva alternativa a tener que invernar sobre el hielo, a lo que hasta hace pocos días parecíamos estar condenados.

Andree parecía dudar, ante aquel imprevisto, era cierto que aquello nos detendría en nuestra deriva hacia el sur y por tanto hacia el mar abierto, pero aquel inesperado encuentro podía evitar pasar por el tan temido invierno sobre la banquisa. Por insistencia de Andree construimos un refugio en el hielo en lugar de en tierra, donde albergamos los cientos de kilos de carne de oso que habíamos ido acumulando con nuestras últimas capturas, pero la rotura de la banquisa bajo nuestro suelo hizo que la decisión se tomara sola. Después de muchas discusiones, trasladamos el campamento a tierra firme y comenzamos a recoger toda la madera de deriva y huesos de ballena para construir nuestros cuarteles de invierno. El ambiente entre nosotros se había enrarecido de tal manera que ya apenas si nos comunicábamos entre nosotros.

Nils hacía viajes consecutivos a la orilla para recoger madera, mientras Andree y yo comenzábamos a construir las paredes del refugio. Estábamos enfrascados en amontonar las rocas cuando oímos un poderoso rugido procedente de la banquisa. Ambos nos erguimos súbitamente alarmados para ver como la figura de un descomunal oso polar se hacía visible sobre el mar helado. Había aparecido como de la nada, una cualidad muy habitual en los osos polares, que resultan invisibles hasta que prácticamente los tienes encima. Durante nuestro periplo en el hielo, en muchas ocasiones habíamos detectado su presencia tan solo porque habíamos visto los tres puntos negros que formaban el triángulo formado por sus ojos y nariz en movimiento aparentemente colgados sobre el paisaje blanco. 

Nils también lo había oído y se encontraba paralizado por el terror porque el oso, ignorando la presencia de Andree y mía, se dirigía a toda velocidad hacia él. Esta vez estaba seguro de que se trataba del mismo oso que nos había estado siguiendo todo el camino, aquellos rasgos inconfundibles hicieron que lo reconociera rápidamente. El desarmado Nils seguramente también se había percatado de aquello, pero lo que Andree y yo desconocíamos era que Nils se había apercibido de algo más, aquel oso le resultaba muy familiar. Noté como Andree cogía el rifle del trineo pero yo no pude apartar la mirada, sabía que algo horrible estaba a punto de suceder. 

Cuando aquel monstruo alcanzó a Nils se puso de pie sobre sus patas traseras y se irguió descomunal justo delante suya. Nils retrocedió un paso, apenas tenía a aquel animal a un metro de distancia. El oso rugió con fuerza con las fauces abiertas justo enfrente de la cara de nuestro compañero haciendo volar su gorro con su aliento. Entonces Nils comprendió finalmente, aquella criatura había sido la que había rugido lastimeramente en la orilla el año pasado cuando había dado caza a la osa y a sus oseznos, aquel gigante que desesperado había dado vueltas sobre si mismo impotente por no poder ayudar a su familia, era el mismo animal que había cruzado la mitad de la banquisa polar en persecución del hombre que se la había arrebatado. Nils estaba congelado, tal era su estado de pánico que su cerebro ni siquiera era capaz de prever lo que le iba a pasar y quizás fuese mejor así. 

El oso dejó caer todo el peso de su cuerpo con una de sus garras abiertas enfilando el cuello de nuestro amigo. Todo ocurrió en un instante, como si hubiese bajado una guillotina. Mientras oía los disparos de Andree retumbar a mi lado en mis oídos, como en un sueño, vi la cabeza de Nils rodar por el suelo a varios metros de distancia salpicando todo de sangre mientras caía. Una vez postrado su cuerpo decapitado el oso se situó ya a cuatro patas sobre él y rugió de nieve sobre el cadáver todavía convulso de Strindberg. En ese momento manchas rojas aparecieron sobre el pelaje de la bestia que ahora nos mostraba su enorme flanco. Andree le había acertado varias veces, pero el oso no se movió, ni siquiera buscó con la mirada de donde venía el ataque que estaba sufriendo. Se encontraba ahora relajado mirando el cuerpo sin vida que tenía ante él, como satisfecho de haber cumplido su objetivo, no lo despedazó ni devoró, simplemente se quedó ahí, sobre él mirando.

Los continuos balazos que recibía tenían que estar destrozándolo por dentro, pero no se inmutó. Andree dejó de disparar cuando el oso se postró sobre sus cuartos traseros y apoyó suavemente su cabeza sobre el pecho de Nils. Emitió un último bufido y por fin quedó inmóvil.

-Dios mio- Exclamé, Andree estaba a mi lado, tranquilo. No parecía nada excitado con la escena que acababamos de presenciar, es más, hasta parecía aliviado. 

Era desconcertante, -¡Dios mío - exclamé otra vez, -lo ha matado, lo ha matado y no hemos podido evitarlo!.- 

No había nada que hacer, quizás sea mejor morir así que no de una muerte lenta como la que nos espera a nosotros. - Respondió Andree. 

Pero qué dices, maldito canalla. Yo no pienso morir aquí, bastardo, puedes morirte tú si quieres, yo pienso volver a casa y contarles a todos lo loco que estás. Creo que has estado manipulando el globo para forzar nuestro aterrizaje, Gustaf tenía razón, estoy convencido de que lo has saboteado para obligarnos a morir aquí, pero te juro por dios que no entiendo porque quieres hacer esto, ¿No sé qué demonios piensas lograr suicidándote en este miserable desierto helado?- 

¿Que porque quiero morir aquí? - Respondió Andree, dejando su rifle a un lado.- ¿No te parece un poco extraño el haber estado flotando aquí sobre el océano polar, Nils? - Dijo Andree con su rostro sereno.- Ser el primero en haber volado hasta aquí en un globo? ¿Cuándo?, me pregunto , ¿tendremos sucesores? ¿Pensarán que estamos locos o seguirán nuestro ejemplo? No puedes negar que a los tres nos ha dominado un sentimiento de orgullo. Creo que podemos enfrentarnos a la muerte después de haber hecho lo que hemos hecho, mi querido amigo. ¿No se trata de ésto¿ ¿No es esto todo?, quizás, esta experiencia es la expresión del sentido de individualidad extremo que hace que no podamos soportar el pensamiento de vivir y morir como un hombre corriente, olvidado por las generaciones venideras ¿Es esto ambición?.- 

Maldito loco, sabías desde que planeaste toda esta expedición que nunca lo conseguiríamos y aun así nos has llevado hasta aquí para inmolarte, para inmolarnos a todos y hacerte pasar a la inmortalidad como un héroe! -Rugí agarrando a Andree por las solapas de su chaqueta. 

Aquellos que tienen éxito son recordados durante mucho tiempo- continuó, - Si, pero sus debilidades humanas pueden empañar sus éxitos logrados en las regiones polares durante todos los años que sus almas perduran hasta el día de su muerte. ¿Están obligados aquellos que triunfaron a demostrar al mundo a partir de ese momento en cualquier faceta de su vida la grandeza de los éxitos que les llevaron a la fama? ¿Es que acaso somos esclavos de nuestra propia gloria? ¿Te imaginas a Nansen, el héroe que sobrevivió a una de las proezas polares más grandiosas de la historia de la exploración realizando grandes hazañas cada año de vida que le quede hasta que vaya a la tumba, Fraenkel? No, mi querido amigo el recuerdo inmortal y la admiración sin fronteras está reservada a los mártires que perecen en el empeño, a aquellos que solo con las letras de sus diarios consiguen mover las frías montañas de la opinión pública. La gloria está reservada para aquellos que no vuelven, para aquellos que emplearon hasta el último aliento en la consecución de sus objetivos, y que no acabaron, como tantas veces hemos visto, alcohólicos, arruinados o encontrados muertos en algún ático barato y olvidados por todos, ¿Es que no entiendes que esta es la única manera de conseguir vivir para siempre en la memoria de todos, estúpido?- 

Me quedé mirando boquiabierto a Andree a los ojos durante un largo rato, analizando cada segundo, cada palabra que aquel demente había pronunciado desde el día en que le había conocido, tratando de entender porque nos había llevado hasta aquí. 

Cada instante revivió en mi cabeza como si de una película se tratase, ahora a posteriori veía claros todos sus movimientos subrepticios, como había falseado los datos, siempre nos había mantenido al margen de todo aquello que tuviese que ver con la flotabilidad del globo, de cómo durante sus guardias se las había apañado para manipular las válvulas y hacer perder al Águila sustentación, Andree nos había ido asesinando lentamente con la premeditación calculada, serena y fría que solo un ingeniero sabe aplicar para resolver un complejo problema .

Estaba muy enfadado, pero no realmente con Andree ni con el callejón sin salida en el que me encontraba, sino conmigo mismo por haberme dejado engañar de aquella manera. Por saber que en el fondo él tenía razón, por darme cuenta de que había dejado que mi ego hubiera nublado mi juicio y me dejara convencer para participar en aquella farsa porque en el fondo quería dejarme ser convencido. Mis manos pasaron de su chaqueta a su cuello. Y lo rodearon y apretaron, apretaron tanto que los ojos de Andree casi saltaron de sus órbitas. Su rostro siempre sereno y tranquilo se desencajó en una horrible mueca a la vez que su tez se volvía del color del hielo azul marino.

Estaba muerto antes de tocar el suelo. 

Para Andree la aventura había acabado, y también para mí, pero no como él pretendía. Mi diario se encargaría de ello. Unas cuantas hojas manuscritas revelarían al mundo con mis palabras qué clase de monstruo era nuestro comandante y que precio nos había exigido pagar. Nadie le tendría jamás por un héroe si es que algún día alguien se acerca a ésta escurridiza isla blanca que se asemeja más a un espejismo que a un verdadero pedazo de tierra y encuentra nuestros restos y mi testimonio.

Pero, a pesar de la dramática y desesperada situación en la que me encontraba, suspiré aliviado, ahora todas las cartas estaban encima de la mesa. Mis posibilidades de supervivencia eran muy limitadas, no podía engañarme a mí mismo. Un hombre solo y deficitariamente alimentado apenas podría arrastrar sus propias provisiones durante el tiempo necesario para lograr encontrar la ayuda necesaria, y mucho menos transportar la tienda, munición, etc. además el bote era imprescindible para alcanzar la costa una vez hubiera alcanzado el límite de la banquisa ártica. En cualquier caso, poco podía hacer con la estación tan avanzada. Terminaría de construir el refugio y pasaría el invierno allí tal y como habíamos previsto, con suerte alguna partida de rescate podría acercarse a las proximidades de la isla y desde aquí podría hacerles señales. Pero no era momento de soñar, había mucho que hacer, tenía despedazar el oso que había matado a Nils y poner su carne a buen recaudo y terminar la cabaña. Esta noche daría cuenta de sus vísceras y en las semanas siguientes del resto de su carne. 

Pero antes, había algo importante que hacer, rebusqué en el interior de la chaqueta de Andree y cogí su diario. Su cuerpo empezaba ya a convertirse en un bloque de hielo y pronto no podría coger nada de él. Me senté de espaldas al pequeño muro que acabábamos de levantar y dejé que el frío sol de otoño me bañase la cara con su luz débil y amarillenta, cogí mi lápiz y comencé a escribir.


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