EL RETRATO

“Dicen los arponeros que si tienes en tu poder la pertenencia muy preciada de un marinero desaparecido en el mar su espíritu volverá a buscarla allá donde ésta se encuentre.”



Nada hay más triste que la soledad a la que está encadenada la mujer de un capitán ballenero si exceptuamos a la que está condenada la viuda de un explorador. Habría dado mi corazón para que nunca hubieses abandonado tus rutas habituales de caza para navegar por las desconocidas aguas del océano polar.

Ya han pasado cinco años desde que saliste por la puerta de nuestro hogar para no volver nunca más. James, mi querido esposo James. Te has marchado de mi lado muchas veces y, aunque creía que ya estaba acostumbrada a las despedidas, esta última vez ha sido la peor de todas con diferencia. 

Habíamos pensado celebrar el paso del ecuador del siglo, la navidad de 1850, junto a toda la familia aquí en casa, pero una voz en mi interior me decía insistentemente que algo iba a suceder y que nada iba a volver a ser como antes. 

Sé que nos hacemos mayores y que con la edad nos volvemos más pesimistas. El miedo crece a veces sin razón en nuestras mentes como si navegáramos bajo una negra tormenta. Nubes oscuras que aparecen en el horizonte y se apoderan de nuestros pensamientos, nublándolos, empapándolos y rompiéndolos en añicos con sus relámpagos. Nos hace ver peligros donde antes no los veíamos. Creo que desde el día que te fuiste he envejecido veinte años y ahora ya no puedo razonar ni pensar con claridad.

Era cierto aquello que me contabas de que cada vez son más los balleneros que se adentran muy al norte en el estrecho de Davis hasta llegar a la bahía de Baffin e incluso a veces más al norte todavía alcanzando a veces a lugares todavía inexplorados. Casi todos los balleneros, no solo de Aberdeen, sino también de Hull y Peterhead, viajan ya al lejano norte a la caza de la ballena, todos nuestros amigos y familiares lo hacen estirando la temporada casi un mes más. Me decías que debía estar tranquila, que ahora con el aumento de la presencia de barcos en la zona, podíais contar, más que nunca con ayuda en caso de ser necesario, pero también es verdad que ese aumento en la competencia os obliga a penetrar cada vez más y más en aguas desconocidas y mucho más peligrosas. Y ahora, tu mi esposo, voluntariamente has decidido penetrar en ese laberinto de hielo y desolación, no para perseguir a las ballenas sino para perseguir una quimera que ha vuelto locos a todos los lores del Almirantazgo.

Recuerdo con algo de angustia los meses de espera hasta que recibía el correo que llegaba desde las estaciones balleneras de la costa oeste de Groenlandia. Pasaban meses sin que supiéramos nada de tí, mi amor. Groenlandia, ¡pero si yo ni siquiera sabía dónde estaba aquello!. Tu me decías que estaba en el norte, muy al norte, donde el agua está plagada de icebergs que flotan entre la niebla, donde el sol no se pone en verano y donde los indígenas viven en casas de hielo y comen carne cruda. Para mí era el fin del mundo, al menos era el fin de mi pequeño mundo hasta el día en el que, en el otoño, después de seis largos meses de espera, un coche de caballos se detenía frente a la puerta de casa y volvía a oír tu potente y ronca voz de trueno gritarle “gracias y adiós” al cochero. 

Pero lo peor eran las despedidas, nunca te gustaron. Yo también las odiaba James, desde que te fuiste la primera vez, aunque nunca te dije nada y me emperraba en llorar y llorar abrazada a tu lado en el mismo umbral de la puerta cuando teníais que zarpar cada primavera.

Un buen día decidiste no despertarme y ahorrarme aquel mal trago, desde entonces nuestro adiós se producía en silencio durante la cena la víspera de tu marcha. A la luz de las velas nos mirábamos a hurtadillas mientras comíamos evitando cruzar nuestras miradas. Aquellos ojos azules, normalmente risueños, se tornaban siempre tristes y apagados nuestra última noche. 

Por la mañana, llegaba a la puerta de casa muy temprano el carruaje que debía recogerte para llevarte al muelle. Llevabas esperando levantado largo rato mientras yo me hacía siempre la dormida, pero para cuando metías el equipaje en el maletero, y aunque tu no lo supieras, yo ya estaba asomada a la ventana del piso de arriba esperando para verte partir. Tengo la sensación de que todas esas madrugadas una espesa niebla que lo mojaba todo se cernía alrededor de nuestra casa, al menos es así como yo lo recuerdo. Cuando el coche arrancaba, el golpear de los cascos resonaba en el silencio de la madrugada y se apagaba poco a poco mientras se mezclaba al mismo tiempo con las voces de los marineros ebrios que apuraban sus últimas horas en tierra.

Treinta largos veranos he pasado sin el calor de tu compañía y treinta veces te he visto partir y ser engullido por aquella maldita niebla. Para nosotros dos solo quedaba el invierno y el frío. Creo que tu nunca has visto crecer las flores de nuestro pequeño patio trasero, James, solo conoces las hojas amarillas y secas que a mediados de octubre ya tapizaban el jardín cuando tú regresabas. 

Sentía escalofríos cuando nos contabas a mi y a tus tres hijas al calor de la chimenea las aventuras que habías vivido. Me decías que vuestro barco chocaba contra aquellos inmensos témpanos de hielo que llamabais icebergs y que a veces quedábais atrapados durante días o incluso semanas por una masa dura, blanca y compacta que apretaba la madera de los costados como una inmensa mandíbula haciéndolo gemir y crujir de dolor. Dos balleneros de Peterhead se habían partido por la mitad hacía quince años enviando irremisiblemente a sus dos tripulaciones completas al fondo del océano.

Quería que me contaras la primera noche nada más llegar como te había ido en el viaje, me moría de ganas de conocer el mundo en el que vivías gran parte del año, pero al mismo tiempo odiaba tus terribles historias de horror y sufrimiento. Si, en realidad eran noches de pesadilla para mí. Me aterrorizaban los ruidos que hacías cuando imitabas el sonido del chirriar del hielo contra el casco del barco y cuando me hacías saltar en la silla al golpear la mesa con fuerza recreando el brutal estruendo que hacían los icebergs al estrellarse contra vosotros. Alguna vez he llorado al irme a la cama pensando en los peligros que corrías tan lejos de casa y de mí. Sin embargo, soñaba con las auroras boreales que tan vividamente me habías descrito, me resultaba tan difícil de entender..., me decías que parecían bailar en el cielo oscilando arriba y hacia abajo. Mi cabeza seguramente imaginaba algo que no tenía nada que ver con lo que tu veías, pero me confortaba saber que podías sentirte abrazado por algo tan bonito como lo que me contabas.

Sin embargo, cuando las historias se tornaban trágicas, a veces tenía el irrefrenable deseo de taparme los oídos y no escuchar ni una palabra más. Pobres hombres, pero también pobres esposas e hijos. 

La tragedia te rozó de cerca cuando me contaste aquella vez en la que perdisteis a los diez hombres de uno de tus botes balleneros. Aquella ballena que llamabais..., no recuerdo ahora su nombre, me has tratado de explicar tantas veces los diferentes tipos que al final mezclaba todos sus nombres y características en la cabeza de tal manera que era incapaz de recordarlas a todas, … golpeó fuertemente con la cola al sumergirse al bote que intentaba apresarla. Lo lanzó contra el iceberg que tenían detrás y el bote se rajó de proa a popa por la quilla como si fuera de papel. Cinco de aquellos pobres hombres cayeron y desaparecieron rápidamente bajo la superficie de aquellas aguas heladas y negras. Los restantes se apretujaron en el extremo que se mantenía a flote trepando los unos por encima de los otros tratando de evitar morir ahogados. 

Recuerdo que insististe mucho en decirme que no tuvisteis manera humana de poder prestarles ayuda. El resto de los botes estaban lejos de allí, repartidos por toda la zona tratando cada uno de ellos de cazar su propia ballena. Pasaron largos y angustiosos minutos donde los marineros del barco intercambiaron gritos con los hombres del bote hasta que éste se dispuso finalmente en posición vertical antes de hundirse rápidamente. Los cinco marineros con los ojos desencajados por el horror se hundieron uno a uno conforme iban perdiendo las fuerzas entumecidos por el frío mientras agitaban pies y brazos. Vuestros gritos fueron la única ayuda que pudieron recibir.

Lo que sucedió aquel día te estaba devorando por dentro, James, lo sé. Por las noches a veces gritabas “¡¡Aguantad, aguantad!!” y te revolvías en la cama golpeándome a veces con las manos sin querer. Lo que el mar desea, el mar se lleva, dicen los marineros. Tan es así que a veces ni siquiera prestan ayuda a los desafortunados que caen al agua porque piensan que no se puede luchar con el destino. Y aquello fué exactamente lo que hicisteis vosotros.

Conocíamos bien a algunos de aquellos hombres y a sus familias. Fueron momentos duros aquellos que viviste cuando desembarcaste en el puerto y tuviste que explicar lo ocurrido a sus esposas y familiares. 

Puede que pienses que me he vuelto loca pero creo que sus fantasmas te persiguen desde aquel día, los he sentido en casa, viven arriba en el desván. Al principio pensaba que eran ratas hasta que una noche, cuando tu no estabas, les oí murmurar. Oía sus voces bajar deslizándose por la chimenea hasta nuestra habitación aunque nunca he entendido bien lo que dicen. Cuando te marchas, y yo me levanto de la cama a verte partir desde la ventana, oigo su inquieto y sordo caminar en el piso de arriba. Tengo el presentimiento de que ellos también se asoman por la ventana de la buhardilla para verte partir. Seguramente si alguna vez hubieses mirado hacia arriba habrías visto sus caras macilentas observándote a través del cristal. Parecen inquietos, como si pensaran que quizás no volverás.

Los temporadas de caza se sucedieron monótonamente año tras año desde que nos casamos hasta que hace doce años, el Isabella, un ballenero de la ciudad inglesa de Hull recogiera un verano de aquellas aguas a los supervivientes de la expedición perdida de John Ross, el veterano explorador polar. Ross había desaparecido hacía cuatro años con su barco de vapor a ruedas buscando el escurridizo paso del Noroeste por encima del continente americano y desde entonces no se había vuelto a saber nada de él. 

Por aquel entonces, después de acabar la guerra con Francia, casi toda la Marina se dedicaba a explorar mundos lejanos en África, Australia y en las regiones polares del norte y del sur, pero había algo que obsesionaba de especial manera al segundo secretario del Almirantazgo Británico, John Barrow, y era la localización del paso del Noreste. Un atajo para llegar a Asia que podría ahorrar meses a las rutas comerciales ya establecidas. 

Aunque había quien creía que podrían haberlo conseguido y que podrían estar ya de vuelta a casa dando la vuelta a América por el cabo de Hornos o por África a través del cabo de Buena esperanza, nadie en Aberdeen apostaba ya en las tabernas del puerto por encontrarles con vida. Todos los capitanes hablaban cada año acerca de la posibilidad de adentrarse en el estrecho de Lancaster para buscarlos cuando de repente, como por arte de magia, el pasaje del Noroeste vomitó los famélicos cuerpos de los hombres de Ross fuera del laberinto. Estaban vivos.

Me contaron como el Isabella había avistado tres botes que se aproximaban hacia ellos. Los tripulantes, cadavéricos y espectrales, gritaban con las voces profundas y cavernosas que el hambre produce, a los marineros del ballenero. Como si le hubieran arrebatado la barca al mismísimo Caronte y escaparan del otro mundo, los marineros de John Ross, con sus esqueléticas manos asieron los remos con firmeza y avanzaron rápidamente en dirección al barco. 

Al principio, el pánico se apoderó de los hombres del Isabella. Pensaban que los fantasmas de sus compatriotas, muertos de frío o ahogados durante la brutal temporada de hacía tres años que había atrapado a diecinueve buques en aquella zona, venían a su encuentro para arrastrarles junto con ellos a las profundidades de las negras aguas del estrecho. Cuando ya estuvieron cerca, sin embargo, pudieron reconocer los rostros de algunos de sus camaradas y las lágrimas y la piedad fueron desplazando a las naúseas y el horror inicial.

El Isabella continúo su viaje hasta terminar su partida de caza con todos los hombres rescatados a bordo e hizo escala en nuestra ciudad en su ruta de regreso hacia Hull para desembarcar a parte de los malaventurados exploradores. 

Las noticias de su aparición y de las aventuras que habían corrido durante los cuatro años que estuvieron prisioneros en el pasaje circularon como un rayo por todo el territorio. Los supervivientes acaparaban la atención de los parroquianos en cualquier taberna en la que entraban. La gente se amontonaba a su alrededor dándose codazos y empujones para poder oír mejor las historias que contaban los marineros de forma entrecortada entre sorbos de cerveza y los vítores de sus camaradas.

John Ross había bailado con la muerte y rozado la tragedia, pero el pasaje esta vez había sido misericorde y le había dado una segunda oportunidad. Otros antes que él no tuvieron la misma suerte. Los periódicos se inundaron aquellos días con las noticias de su regreso y la imaginación de todos los balleneros de la zona se excitó hasta límites increíbles, no se hablaba de otra cosa en Aberdeen. 

Después del viaje de Ross se decía que vendrían más expediciones, los capitanes balleneros sabían que la Marina contrataba siempre sus servicios para pilotar los buques de exploración entre los hielos, y la Marina pagaba muy bien, pero que muy bien.

Nuestro destino quedó sellado el día que llegó aquella carta del Almirantazgo, casi podría decir que la esperaba. Cuando comenzaste a leerla supe inmediatamente que tu próximo viaje iba a ser muy diferente. Tu estabas tan ilusionado..., si hasta te temblaba la voz y te brillaban los ojos. Cuando leíste que la carta la firmaba el mismísimo John Barrow te pusiste en pie, levantaste la mirada y me miraste con sorpresa. Casi no te lo podías creer. - ¿Te das cuenta Anna?, ¡¡la ha firmado John Barrow!! - me dijiste.

La carta hablaba del futuro de nuestra nación, de la necesidad de encontrar un paso al Noroeste hacia las colonias en el pacífico. Se hablaba también de realizar estudios científicos y de muchas otras más cosas que yo no entendía bien, pero si recuerdo que en medio de todo aquel enjambre de palabras frías como el acero, se decía que se contaba contigo para guiar dos barcos de la Armada entre los hielos, el Erebus y el Terror.

Recuerdo que te sonreí mientras seguía sentada en mi silla, sin atreverme a levantarme porque pensaba que las piernas no podrían sostenerme en pie. Mi cara sonreía, si, pero mi mente estaba tan bloqueada como si hubiese recibido un tremendo golpe en la sien. No podía pensar en nada.

Siempre has sido tan optimista. Me decías que no me preocupara, que este viaje no iba a ser diferente a los anteriores, que simplemente sería algo más largo... ¿sería tan largo como el viaje de Ross? Era algo que me repetías más de cien veces cada vez que te marchabas, sobre todo durante las últimas temporadas de caza. Algo más largo, 

Se ha hablado tanto de vuestra expedición desde que zarpasteis de Londres, tantas veces he leído sobre vosotros en los periódicos que no las puedo ni recordar. El nombre de John Franklin, el que iba a ser el comandante de la expedición aparecía una y otra vez en las portadas. Si, Sir John Franklin, el que se convertiría en tu último patrón, el hombre que se comió sus botas. Una buena persona. Sir John era otro superviviente que como Ross había escapado de una muerte segura en las tierras desoladas del norte de Canadá hacía también muchos años y que tuvo que recurrir a comerse sus propios zapatos para poder sobrevivir y contar su historia. 

Siempre quise haberle conocido. Dicen que era un hombre regordete, calvo, religioso, risueño y bonachón, y también un veterano de varias expediciones polares, un héroe nacional. ¿Con qué mejor compañía que con él podrías haber ido al Ártico? Prácticamente acababa de regresar de su último puesto como gobernador de Tasmania y ya le habían destinado a una nueva expedición. Algunos de sus amigos pensaban que Franklin era demasiado viejo y estaba en muy pobre forma física para liderar aquel viaje, pero al igual que tu, James, él tenía también muchas ganas de ir.

Porque estabas deseando ir, ¿verdad?. Te ibas a convertir en un explorador polar, en un personaje famoso, tan famoso como Ross. ¿Cuantos capitanes como tú no habrán soñado con esta oportunidad James y ahora tu la tenías al alcance de tus manos. Que suerte hemos tenido ¿verdad?.

Tu nombre se vería para siempre ligado al nombre de John Franklin, serías aquel que guiaría sus pasos entre los hielos del laberinto y le llevarías de la mano al Pacífico a través del paso del noroeste. 

Cinco años han pasado, James, cinco largos años con sus veranos y sobre todo con sus inviernos y seguimos sin saber nada de ti. “Puede que estemos fuera dos años, quizás tres o incluso cuatro, pero estoy deseando ir”, me dijiste en tu última carta. 

Qué duro era recibir las visitas de mis padres y tu hermana en casa cuando tu no estabas. Siempre susurraban, no sé muy bien porque, vestían de negro y se comportaban como si hubieras muerto y hubiesen venido a darme el pésame. Nunca soporté aquellas visitas tan fúnebres. Contaba los segundos para que se marcharan y deseaba que no volvieran nunca más.

Hoy por la mañana otra vez mi corazón ha dado un vuelco cuando he oído la campana de la puerta y abrirse la trampilla del correo. La gente del pueblo no suele usar la campana, los marineros piensan que cuando una campana tañe sola en un barco durante una tormenta anuncia una próxima defunción, es un mal augurio, solo los carteros la usan.

Hace meses que no recibimos cartas de nuestros familiares y amigos pero el gobierno persistentemente nos informa de los resultados de las campañas de búsqueda que año tras año se están enviando para encontraros desde hace dos años. Sus comunicados siempre llegaban en abril o mayo, cuando los barcos de rescate habían zarpado ya o estaban preparados para partir, y también en octubre o noviembre para decirnos que no han encontrado ni rastro de vosotros. 

Qué gran sorpresa me llevé cuando abrí el paquete que venía de Londres y te ví otra vez. Salias muy serio, James, con los ojos medio entornados. Había visto en los periódicos copias de las fotografías que os tomaron en la cubierta del barco el día de vuestra partida pero nunca había tenido en mis manos uno de los originales. En las que salían en los periódicos estabas sonriendo. Creo que estuve una hora entera mirándola, analizando cada detalle, cada arruga de tu cara. Y ahora aquí estás conmigo, te tengo, sobre la repisa de la chimenea, justo enfrente de mi silla. La tuya está aquí a mi lado, vacía, esperándote. 

Fue la mujer de Sir John la que me envió tu retrato. Lady Franklin fue muy amable al regalarme esta segunda fotografía. Supuse que te la hicieron en la bahía de Disko, en Groenlandia. Imaginé que Franklin ordenó tomarlas justo antes de adentrarse en el pasaje y que luego las envió a Londres junto con el resto del correo. Jane se quedó la que os hicieron antes de partir así que supongo que quizás pensó que yo podría disponer de esta otra. 

La carta que lo acompañaba estaba llena de amor y de palabras de consuelo y ánimo. No sé cómo puede mantener la esperanza, es una mujer muy fuerte, tanto como las esposas de los balleneros. Ha viajado por todo el mundo, me dijo, incluso estuvo en Australia acompañando a Sir John cuando fue gobernador de Tasmania. Respondí a su carta agradeciéndole el detalle y sobre todo sus palabras, le dije que gracias al retrato ahora la espera sería más llevadera.

Dos meses después recibí su visita. Es la primera vez que recibo alguien que no parece querer darme sus condolencias. Su voz serena y firme me ha reconfortado e incluso me ha hecho renovar las esperanzas. Me ha contado que el Almirantazgo ha mandado decenas de barcos desde todos los puntos cardinales para buscaros, jamás he visto tal determinación en una persona. Gracias a ella parece que por fin se lo han tomado en serio. 

Tiene la certeza de que os van a encontrar, me contó que apenas una semana antes de partir hacia Aberdeen había recibido la visita de un capitán de navío mercante de Belfast llamado Coppin. Al parecer su hija Louisa, o Weasy, como la llamaban cariñosamente en la familia, había muerto recientemente con tan solo cinco años de edad. Todavía ponían la mesa para ella en la cena. Un día, meses después de morir Weasy, su hermana mayor y algunos de sus otros hermanos dijeron a su padre haber visto una extraña luz azul parpadeando en la pared. Los niños, cuya imaginación se encontraba desbocada por la reciente desaparición de Franklin, le preguntaron a la luz por el paradero de los exploradores y esta respondió mostrando una serie de palabras que decían:

“Erebus y Terror, Sir John Franklin, Lancaster Sound, ensenada del Principe Regente, Punta Victoria, Canal Victoria”. 
El señor Coppin, enfadado, quiso ver el fenómeno por sí mismo, que se repitió una vez más en su presencia, y una tercera en presencia de William Kennedy, amigo de Lady Franklin. La visión ha causado tal impresión en ella que incluso ha propuesto al Almirantazgo seguir la ruta indicada por la aparición, pero ellos se han negado. Me dijo que enviaría a Kennedy a explorar esa zona con una expedición privada de búsqueda pagada de su bolsillo la siguiente primavera. 

A veces pienso que si ella, en lugar de su marido, hubiese partido en aquella expedición, habría salido victoriosa por el otro lado de aquel maldito pasaje del Noroeste que se os ha tragado para siempre. Lady Franklin, es inmensamente rica. Tiene tanto dinero que creo que podría comprar Inglaterra si quisiera. 

Cuando se marchó, la oscuridad y la soledad se volvieron a apoderar de nuestro hogar. Cuando la puerta se cerró espiré como si hubiese respirado por última vez en mi lecho de muerte, me quedé mirando la puerta cerrada durante un buen rato. Ni siquiera presté atención a los crujidos de la escalera que siempre sonaban cuando me quedaba sola. Si había alguna esperanza de volver a encontrarte, esa iba debajo del brazo de Lady Franklin. 

Al día siguiente reuní el valor necesario para bajar al puerto. La visita me había hecho recuperar de algún modo el optimismo, este año habían partido ocho expediciones hacia el Ártico para tratar de localizaros. Entre los capitanes que comandarían estas partidas se encontraba incluso el viejo John Ross, que había prometido a Franklin antes de su partida ir en su busca donde fuera que se encontrase. El hecho de que Lady Franklin sufragara los gastos de expediciones privadas ponía en entredicho el buen hacer del Almirantazgo, de manera que, si al principio era el nombre de su marido el que ocupaba las portadas y estaba en boca de todos, ahora estaba siendo reemplazado por el de su mujer. ¿Cómo podía yo rendirme cuando se estaba efectuando semejante despliegue? Tenía que mantener la esperanza, debía de hacerlo por ti.

Era ya octubre, durante todo ese mes era cuando se esperaba ver regresar poco a poco a los balleneros que venían del norte, algunos ya habían llegado. A veces familias enteras subían al cabo dónde está el faro para otear el horizonte.

Cuando un ballenero estaba a la vista desde el puerto disparaba un cañonazo. La llegada de los barcos a puerto provocaban escenas pintorescas cuando las prostitutas se mezclaban con las mujeres y los niños que acudían a los barcos para recibir a sus familiares. Esta era la primera vez en mucho tiempo que bajaba a verlos llegar. Nunca te gustó que lo hiciera y por eso esperaba siempre pacientemente en casa a que llegaras en el coche de caballos después de haber pasado la tarde en la taberna del muelle. 

Un grupo de niños señalaba el horizonte muy excitados, miré en la dirección a la que apuntaban sus dedos. Rodeando el cabo se veían unas velas blancas ondear en el aire contra el intenso cielo azul. El ballenero izó sus colores. - ¡¡Es el Hope, es el Hope!!.- Algo andaba mal el barco era incapaz de navegar trazando líneas rectas, el casco oscilaba sobre su quilla como si fuese un tronco flotando en un mar embravecido. Claramente había sido una temporada dura para él pero a pesar de todo venía cargado hasta arriba de toneles de aceite. Ya se podía apreciar sobre la cubierta a los marineros luchando frenéticamente con el aparejo tratando de llevar el barco en la dirección adecuada. 

Cuando se encontraba a una milla de distancia, el bote a vapor del práctico del puerto salió en su búsqueda para acabar con su agonía. A los pocos minutos el Hope estaba atracado junto al resto de balleneros que habían llegado los días anteriores. Rápidamente los hombres desembarcaron y comenzaron a descargar la mercancía, algunos lo hacían entre los besos y abrazos que les propinaban sus familiares dejando los saludos para después. Los críos se entremetían entre las piernas de los hombres haciéndoles tropezar continuamente recibiendo a cambio los insultos y gritos de los recién llegados. Su estado era lamentable, rostros ennegrecidos del hollín generado al quemar la grasa de la ballena, cuerpos famélicos, toses tuberculosas y escupitajos llenos de sangre. 

El Hope no presentaba mucho mejor aspecto que sus tripulantes. Los laterales del casco estaban arañados por completo, como si alguna criatura marina gigante de hielo hubiera intentado arrancar los tablones de cuajo, el timón medio colgaba de sus apoyos como si estuviese a punto de descolgarse y fuera a caer al fondo del muelle. El espectáculo me puso los pelos de punta. ¿si esto les había pasado a unos simples balleneros en una simple temporada veraniega, que no les podría haber pasado a mi marido y su expedición durante cinco años atrapados en el hielo?

La sombra de la desesperación volvió a oscurecer mi mente. Cuando toda la carga había sido depositada en el muelle. el capitán apareció por fin en cubierta. Era un viejo lobo de mar de Aberdeen, viudo, las otras mujeres de los capitanes decían que arriesgaba demasiado porque ya no tenía nada que perder. Su hijo y poco después su mujer habían muerto de tuberculosis hacía algunos años. Se llamaba Robertson y tenía cerca de 60 años, era uno de los más veteranos del lugar y había rechazado más de una proposición de la Marina Real de participar en expediciones polares.

Cuando bajó al muelle nadie corrió a su encuentro como era de esperar. Llevaba al hombro su petate marinero con sus pertenencias. Cruzamos la mirada por un instante, pensé que no me reconocería aunque tu lo habías invitado alguna que otra vez a casa a cenar. Había estado precisamente en la fiesta de despedida que organizaste cuando te contrataron para la expedición de Franklin. Pero para mi sorpresa, sí que me reconoció. Alzó las cejas al verme, demasiado, diría yo. No era una simple expresión de reconocimiento, era más bien de sorpresa, incluso creí percibir cierto miedo. Me quedé congelada. Sus ojos no parpadearon, se quedaron fijos mirándome. Allí estaba él como si se hubiese convertido repentinamente en un témpano de hielo rodeado por el un bullicioso mar de estibadores y marineros. La nube de mi mente se disipó y avancé con paso inseguro en su dirección. 

Robertson parpadeó, como si de repente se hubiese despertado de algún mal sueño.

- Dios mio Anne - dijo tartamudeando. 

Los capitanes de ballenero no tartamudean, pensé. Los conocía bien, sus voces tienen esa potencia que es capaz de hacerse oír por encima del fragor de un huracán. Pueden detener una ola gigante y partir un iceberg en dos, al menos eso es lo que decían los jóvenes grumetes que se enrolaban por primera vez a los diez años de edad.

- Anne!, te...te...tengo algo para tí. Algo...algo...algo de James- 

Sentí como el suelo se abría por debajo de mis pies y caía a un abismo sin fondo. Me desvanecí, lo siguiente que recuerdo es que estaba tendida en el suelo y que el capitán Robertson sujetaba mi cabeza. Detrás de él todo era cielo y caras que me miraban curiosas y asustadas. 

-Anne, Anne, te has desmayado. ¿Te encuentras bien?.- 

- ¿Qué es lo que has dicho?.-

De repente las últimas palabras que me había dicho volvieron a mi mente como un relámpago. 

-Tengo algo de James para ti, Anne.- Su mirada era ahora serena y llena de tristeza. 

- Lo recogimos al norte de la estación ballenera de la bahía de Disko cuando paramos de vuelta a repostar agua y comprar provisiones.- 

Me incorporé hasta estar sentada, él estaba arrodillado a mi lado y metía las manos en su petate buscando algo.

- El encargado de la factoría me dio este paquete para ti, Anne. - Dijo alcanzándome un paquete alargado envuelto en papel marrón. Creía estar soñando. 

- Los barcos de Franklin pararon también allí en julio de 1845 para aprovisionarse antes de zarpar hacia el pasaje del Noroeste. -

- ¿Un paquete?- pregunté como sonámbula, no me lo podía creer.

- Nadie había llegado tan al norte desde hacía cinco años, Anne, por eso no te lo han podido enviar antes. También traemos otras cartas de algunos de los oficiales y marineros. Se las tengo que llevar al gobernador para que se las envíe a sus familiares. Lo siento Anne, me hubiera gustado poder haber ido a tu casa y habertelo entregado allí y no aquí en el muelle.- 

-Gracias Robertson, no ha sido culpa tuya. No tenía que haber bajado al puerto, han sido demasiadas emociones eso es todo.- Ahora lo entendía todo, agarré sus manos con mis manos temblorosas. 

Los muchachos y familiares seguían arremolinados alrededor nuestro, cuando los miré, esquivaron mi mirada y comenzaron a dispersarse poco a poco.

- Te acompañaré a casa, Anne.- 

Robertson se marchó cuando se puso el sol dejándome de nuevo sola. Me acerqué a la mesa del salón y encendí la lámpara. Allí estaba el paquete. Con mi nombre escrito sobre el envoltorio, no había dirección, gracias a Dios, pensé, que Robertson nos conocía, de otro modo quien sabe donde podría haber acabado la carta. Además, también había escrito unos símbolos extraños que parecían letras. Parecía que ponía algo así como Alailutet. Con mano temblorosa desaté los cordones que envolvían el contenido y aparté el papel para ver que me había mandado James desde el otro lado del mundo. 

Era un telescopio, su telescopio. Lo conocía bien, yo misma se lo había regalado, tenía sus iniciales grabadas en la madera. Nunca te separabas de él, no me lo podía creer. ¿James sin su telescopio? ¿Porque me lo había enviado? ¿Cuantas veces me había contado lo nítido que era? ¿Cuantas veces me había dicho que había visto icebergs mucho antes que el resto de oficiales de a bordo? No entendía nada. Rodeando al telescopio había una carta arrugada dentro de un sencillo envoltorio que parecía haber estado empapado en algún momento. “Para Anne” ponía en la solapa “11 de julio de 1845”. Las lágrimas fluían ahora a raudales por mis mejillas y goteaban haciendo un sonido sordo al estamparse contra el suelo. La abrí: 

Querida Anne

Han pasado ya casi dos meses desde la última vez que nos vimos pero mantén el ánimo alto, pronto nos veremos de nuevo, este será mi último viaje. Recuerdo nuestra última cena juntos como si hubiera sido ayer mismo. Es una pena que no pudieses haber venido a vernos partir desde Londres. Lady Franklin ha ordenado que nos vistamos de uniforme y que subamos a cubierta del Erebus para que nos tomen fotografías a todos los oficiales uno a uno, aunque creo que se las quedará ella. El fotógrafo me ha asegurado que en la foto saldrá también el telescopio que me regalaste, no quisiera que la foto quedase cortada. Nos llevaremos la cámara con nosotros, ¡quien sabe que paisajes podremos capturar con este nuevo invento!


Franklin y el resto de oficiales son muy amables conmigo. Graham Gore, el primer teniente en el Erebus me llama su alegre y viejo héroe. Es un buen hombre, también lo es Fitzjames, cuya relación con Franklin es envidiable. Todos los oficiales se acercan a mí para preguntarme cosas acerca de las aguas y las tierras que nos vamos a encontrar en el norte. Algunos me preguntan abiertamente y otros lo hacen a escondidas porque temen que sus compañeros vean sus caras asustadas cuando les hablo de los peligros que nos encontraremos. 

Nos han remolcado dos vapores hasta Stromness en las islas Orcadas, pero desde allí regresaron de vuelta hacia el sur, a partir de ahora navegaremos solos. Allí recibí tu última carta, ¡Qué alegría saber que tu y los niñas estáis bien!. 

Ahora estamos en la bahía de Disko, en la factoría ballenera y partiremos hacia el norte en un día o dos. No he visto a ningún ballenero por aquí ni creo que los veamos, aunque tampoco me extraña, dado el estado del hielo que hemos encontrado en el camino. Los nativos dicen que es probable que se encuentren en la costa oeste, al otro lado de la bahía. El pasado invierno fue muy suave y no hay casi hielo. También me han dicho que mi hermano ha cazado dos o tres ballenas por aquí. No creo que tengamos problemas en llegar al estrecho de Lancaster ni al estrecho de Barrow más al este. 

Háblales a mis hijas sobre mí, quiero que me recuerden. Pasará mucho tiempo antes de que pueda volver a escribir de nuevo. Si supiera que tú fueras a estar bien estaría mucho más tranquilo. ¿Qué sería de nuestros hijos si a ti te pasase algo?. Pero creo que el señor te librará de cualquier mal para que tú y yo podamos seguir juntos muchos años más. Siento decirte que perdí el telescopio la noche que llegamos a este puerto mientras navegábamos entre los icebergs. Me despisté cuando los nativos se acercaron con sus kayaks al barco para saludarnos como suelen hacer siempre que llegamos a sus costas y cayó por la borda al agua. Es una verdadera lástima porque siempre quise que lo guardases tú como recuerdo si algún día me pasaba algo.”

Pegué un salto. ¿Cómo? ¿Había perdido el telescopio? No puede ser, pero si está encima de la mesa, y es el suyo, tiene sus iniciales. Alguien de la factoría debía de haberlo encontrado y lo había enviado junto con la carta La carta continuaba:

He estado muchas veces en estas aguas y nunca antes las había visto tan libres de hielos. Los mosquitos se han cebado con mi cara y mis manos pero en unos meses hará tanto frío que nos desharemos de ellos. Somos sesenta y ocho hombres en total, adios amor mio. El correo partirá hacia Londres mañana pero nosotros esperaremos un día más antes de zarpar, Franklin no quiere salir un domingo. El hombre que debía bajar el correo al muelle ha desertado del barco, hemos ordenado buscarle pero no ha aparecido. Los nativos dicen que ha robado uno de sus kayaks para remontar el fiordo que lleva al glaciar y que probablemente haya muerto allí ahogado al zozobrar la embarcación. Esas embarcaciones son muy difíciles de manejar, solo los esquimales saben hacerlos navegar. Ayer antes de partir encontraron el cadáver del marinero. Los esquimales lo trajeron al barco, el primer teniente le tomó una foto y después lo enterramos en la ladera de una colina de la costa. Nunca entenderé esa manía de hacer retratos a los muertos. Este hecho me ha hecho reflexionar, ya sé que es un pensamiento vergonzoso pero, ahora que estamos a las puertas de entrar en este infierno helado, la duda se apodera de mí y me entran unas ganas incontenibles de hacer lo mismo que ese pobre desdichado y abandonar el barco ahora que todavía estoy a tiempo para volver a reunirme contigo y con mis hijas. Nunca te abandonaré Anne.

James Reid

La carta acababa ahí. Pero no entendía nada, de nuevo mi mente me estaba jugando una mala pasada, ¿estaría soñando? Sería esta una de las muchas pesadillas que me habían aterrorizado durante las casi dos mil noches que había dormido sola en esta horrible casa? James había perdido el telescopio pero sin embargo el telescopio estaba allí. ¿Quién lo había encontrado y enviado? ¿Cómo sabía que nos pertenecía? ¿Realmente había pensado en desertar de la expedición? No, jamás haría algo así.

Recordé una carta de Lady Franklin, en la que mencionaba que le había hecho mucha gracia ver como James sostenía orgulloso su telescopio, corrí hacia la chimenea para ver el retrato que me había enviado y que fue hecho en Groenlandia. James no sostenía ningún telescopio en él. Para cuando hicieron la foto ya debía de haberlo perdido.

La cabeza me daba vueltas, sentía las mismas náuseas que sentí aquella misma mañana. Cogí el retrato de la encimera que estaba sobre el fuego un instante antes de caer al suelo de rodillas. Las piernas no podían sostenerme ni un momento más. Busqué el periódico aquel donde habían publicado todos vuestras fotos. Qué imágenes tan distintas, en el periódico estabas sonriente como siempre con tus alegres ojos azules mirando hacia tu derecha, la gorra ligeramente girada dándote un aspecto de niño malo recién salido del colegio. La chaqueta toda abotonada hasta arriba mostrando sólo el pañuelo que cubría el cuello de tu camisa blanca. En mi retrato sin embargo, tu rostro estaba rígido y pálido, tenías los ojos casi cerrados y la mirada perdida, como si te hubiesen cogido en mitad de algún pensamiento triste o estuvieses muy preocupado. En el reflejo de tu gorra podía ver parte del aparejo del barco que habría de llevarte a donde quiera que estuvieras, pero era de tus manos de las que no podía apartar la mirada. 

Tus manos regordetas estaban en una posición forzada como si estuvieran sosteniendo algo que alguien te hubiera quitado sin que te hubieses dado cuenta. Como si alguien hubiese esperado a que te hubiesen tomado la fotografía para arrebatarte lo que tenías entre tus manos cuando no podías ya defenderte. Tus manos parecían querer sostener el telescopio que habías perdido y que ahora estaba aquí en mi casa cuando en realidad debería estar en el fondo de la bahía. 

Oía un zumbido muy fuerte en mis oídos que crecía por momentos, seguía de rodillas. Seguro que me estaba volviendo loca. Aunque la habitación estaba iluminada yo me sentía como si estuviese envuelta en una oscuridad total. Entonces oí el relincho de un caballo. Habían pasado las horas casi sin darme cuenta y ya era medianoche, no circulan coches de caballos a partir de las nueve pero por algún motivo un carruaje llevaba a alguien a su hogar. Quizás algún ballenero había llegado a última hora al puerto aunque no había oído ningún cañonazo desde hacía horas, pero puede que el zumbido que me atenazaba los tímpanos no me había permitido oirlo. 

Los caballos se detuvieron en la puerta de casa. La tormenta de mi cabeza formaba ya olas que amenazaban ahogar a mi cerebro y hundirlo en la locura más absoluta. La puerta del carruaje se abrió y pude oír por encima del ruido que me destrozaba los tímpanos el sonido apagado pero contundente de un cuerpo pesado saltar del escalón del coche de caballos al suelo. Miré hacia la puerta, oí al cochero gritar y el sonido de los cascos de los caballos amortiguarse en la niebla nocturna. No había oído ninguna voz profunda que dijera “Adiós y gracias”, pero había sentido esas palabras en mi interior como si alguien las hubiera pronunciado. Llovía a raudales y las gotas formaban sinuosos regueros en las ventanas. Con el resplandor del relámpago, me vino a la cabeza el significado de aquella extraña palabra a la memoria. Ahora lo recordaba, Alailutet, ¿Cómo podía haberlo olvidado?. Así era como llamaban los esquimales a las pertenencias más queridas y preciadas que adornaban las tumbas de sus difuntos. James me había contado una vez que ellos piensan que algún tipo de vínculo sobrenatural las une de alguna forma a sus propietarios.

Alailutet, murmuré en voz alta con los ojos ahora cerrados cuando la puerta de casa se abrió.



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