IMAQ Y ANORI

Nuestros botes de piel cosida navegan ligeros

Y como el viento, se deslizan sobre el mar 

Nuestros barcos se construyen sin un solo clavo 

No hay barcos a vela o remo que pueden navegar como los nuestros 


Dicen que el amor no tiene límites y que traspasa fronteras pero... ¿quién podría haber imaginado que podía ser capaz de hacer cruzar a un hombre enamorado uno de los océanos más peligrosos del mundo?

Ésta es la historia de dos jóvenes esquimales, Imaq y Anori, es un relato que versa sobre el mar y el viento, pues tales eran los nombres de sus protagonistas, pero que también habla sobre el amor. Dice una antigua leyenda que el mar, el viento y el amor sellaron un día un pacto. Acordaron que, si algún día ambos se separaban, el mar sabría siempre dónde encontrar al viento y el viento sabría siempre con certeza dónde encontrar al mar. Pero cuando el viento y el mar preguntaron al amor dónde podrían encontrarlo si alguna vez lo perdían, este les dijo que, si por algún motivo dejaban escapar su amor mutuo entre los dedos, jamás podrían volver a encontrarlo, pues su naturaleza era tal que éste rehuiría a aquellos que le hubiesen dejado ir, escondiéndose en los confines de la tierra si fuese necesario para no ser nunca encontrado.

Ante el sombrío silencio del viento y del mar, el amor añadió para consolarles, que si, ambos estuvieran realmente enamorados y fueran separados en contra de su voluntad, el amor los buscaría allí donde estuviesen para unirlos de nuevo para siempre.

Como ocurre muchas veces en estos casos, el mito se mezcla con la realidad y la frontera entre la fábula y los hechos históricos no es una línea clara y distinguible sino una frontera oscura difícil de discernir. Los incrédulos decían que lo ocurrido la primavera del año 1725 no era nada más que un cuento que los ancianos solían contar la noche de todos los santos para asustar a los niños. Pero en realidad se trataba de una historia que casi todos en las islas Orcadas creían a pies juntillas aunque algunos se negasen a reconocerlo.

Los habitantes de las islas se sentían por aquel entonces como si vivieran sentados al borde del fin del mundo con sus piernas colgando balanceándose sobre el mismísimo infierno. Pocas eran las veces que venían a visitarlos sus parientes y compatriotas desde Escocia o Inglaterra. Si la costa norte de Escocia era ya lo bastante inhóspita e inaccesible, aquel pequeño archipiélago de escarpadas y traicioneras costas acantiladas lo era todavía más. 

Aunque por aquel entonces ya se sabía que existían otras tierras lejanas habitadas hacia el norte, no podían evitar sentirse abandonados a su suerte como si fuesen los olvidados guardianes de alguna lejana e inhóspita frontera. Algunas de aquellas regiones polares, de las que sobre todo hablaban los balleneros, eran tan remotas y estaban ubicadas tan al norte que decían quienes las habían visto que se encontraban permanentemente cubiertas de hielo. Enormes glaciares de kilómetros de espesor vomitaban gigantescos icebergs en un torrente continuo de hielo azulado que infestaban las aguas circundantes convirtiéndolas en una trampa mortal para balleneros y exploradores.

Eday era una pequeña isla, yerma como el resto, que era azotada inclementemente por el viento proveniente del océano. Se situaba al norte de Mainland, la isla principal del conjunto que formaban las Orcadas donde se encontraba Stromness, una de las más importantes ciudades del pequeño archipiélago, escala obligatoria para todos los balleneros, mercantes y exploradores en ruta hacia Groenlandia, Noruega o Rusia. 

La isla de Eday tenía una larga historia a sus espaldas. Los vikingos la habían usado en la antigüedad como trampolín para lanzarse a la conquista de los helados mares inexplorados que se encontraban al noroeste de sus costas. 

Los escasos habitantes de Eday eran casi todos pescadores y granjeros que vivían por aquel entonces dispersos y aislados en unas cuantas propiedades que estaban muy separadas unas de otras. En toda la isla sólo había una pequeña aldea llamada Calfsound donde se apretujaban, como para protegerse del viento, una iglesia, una oficina de correos, un puesto de guardia y los molinos donde los campesinos llevaban el poco cereal que conseguía crecer en aquellos terrenos tan yermos. Era un alargado y estrecho páramo de tan solo catorce kilómetros de longitud y apenas quinientos metros de anchura. La isla estaba dominada por una pequeña colina central que apenas alcanzaba los cien metros de altura. Al norte, se encontraba Red Head, un imponente acantilado de roca de color rojo granate de más de cincuenta metros de altura, donde los pájaros buceadores, los araos y los pequeños frailecillos se arremolinaban provocando un ruido ensordecedor que se mezclaba con el pestilente olor a heces de las aves. 

Red Head era el lugar al cual subían ansiosas las mujeres de los pescadores para ver regresar los botes de sus maridos los días que había tormenta. También era el lugar desde donde alguna que otra joven alma desesperada se había quitado la vida al no ver llegar a su amado, pero en general se trataba de un tenebroso lugar que los habitantes evitaban frecuentar salvo en caso de necesidad.

Frente al acantilado, a escasamente un kilómetro de distancia, asomaba a duras penas entre las olas el pequeño islote de Calf of Eday, que parecía estar luchando por no hundirse en las oscuras y agitadas aguas del océano. Era una siniestra roca negra plagada de leyendas oscuras. Todavía hoy en día puede verse la antigua cámara mortuoria abovedada donde los vikingos solían honrar a sus guerreros muertos en combate y donde también sacrificaban a jóvenes doncellas para calmar las furiosas aguas de los mares del norte antes de partir en alguno de sus viajes más largos y peligrosos. Los Dioses, caprichosos y satisfechos por la ofrenda, abrían con sus manos manchadas de sangre inocente las puertas aquel inmenso y tormentoso océano negro y helado dando paso a sus embarcaciones. Al menos, esas eran las historias que a los padres de nuestros padres les habían contado sus padres. 

Fue allí mismo, desde aquel acantilado, donde por primera vez hacía ya cuarenta y tres años, los habitantes de Eday, habían visto a aquel extraño personaje luchando contra las olas con su pequeño bote. Un acontecimiento que daría que hablar en todas las islas durante los años venideros. Por su particular atuendo y embarcación, fabricados ambos en pieles de extraños animales, los balleneros de la zona pronto dedujeron que se trataba de un esquimal navegando en un kayak. Ellos eran los únicos que podían reconocer a los habitantes de las costas de Groenlandia. Llevaban años cazando ballenas en aquellas lejanas tierras. 

Extrañas historias sobre aquellos curiosos pobladores se contaban aquí y allá continuamente en puertos, tabernas, granjas e iglesias. Los esquimales visitaban a los balleneros todas las tardes para intercambiar objetos y también para coger prestado todo aquello que escapara a los ojos vigilantes de los marineros. Terminado, entre risas y mucho ruido, el habitual ritual de intercambio de pieles por cuchillos y otras transacciones similares, los esquimales se sentaban con los hombres en la cubierta del barco para contar de forma entremezclada la fascinante realidad de sus costumbres con sus inverosímiles leyendas y mitos. Así pasaban las horas bajo el sol de medianoche. El barco, anclado a un iceberg, se mecía suavemente con la marea nocturna, mientras con los ojos y boca muy abiertas los hombres engullían asombrados las historias inconcebibles que estaban oyendo.

Y ahora, uno de aquellos lejanos pobladores de las tierras heladas, estaba allí frente a sus casas. Los pescadores de Eday se echaron rápidamente a los botes y trataron sin resultado de aproximarse a aquel misterioso hombre. El esquimal maniobraba su alargada y estrecha embarcación con tal destreza que, para cuando los hombres lograron poner un bote en el agua, el hombrecillo ya había cruzado el canal que separaba la isla del islote de Calf of Eday y había desaparecido detrás de su rocosa costa. Nunca más se le volvió a ver.

Aquella no fue la última vez que vieron algo parecido en las islas. Años más tarde, en la isla de Westray, situada al noroeste de Eday un ballenero recogió del mar a otro esquimal. Su embarcación flotaba a la deriva bamboleándose entre las olas en algún lugar al norte de la isla. El kayak no estaba aparentemente tripulado por nadie, el orificio situado en el centro de la embarcación donde se solía sentar el remero, estaba cubierto por una piel firmemente sujeta a sus bordes.

Cuando subieron el kayak a bordo del barco, y retiraron la piel que cubría el asiento, descubrieron a un pequeño hombre tembloroso tumbado en su interior. Los balleneros conocían esta técnica, la habían visto antes. Al parecer los esquimales, durante sus travesías más largas, solían tumbarse dentro de sus alargadas canoas para poder descansar cuando estaban alejados de la costa y no podían desembarcar. De esta manera, la estabilidad de la embarcación aumentaba impidiendo que ésta pudiese zozobrar. Pocas veces tenían que recurrir a ésta técnica ya que casi nunca se adentraban demasiado en el mar o se embarcaban en largos viajes, pero solían hacerlo cuando eran arrastrados de improviso lejos de la costa por el viento o por alguna corriente marina. El pobre desgraciado no vivió mucho para poder contar su versión de lo ocurrido, desnutrido y enfermo como estaba, apenas sobrevivió dos noches balbuceando continuamente ininteligibles palabras antes de morir seguramente a consecuencia de una mezcla de frío, hambre y agotamiento.

Los ancianos contaban otras historias similares más lejanas en el tiempo, pero éstas ya se perdían tan profundamente en las brumas del olvido que casi nadie las daba por ciertas. En cualquier caso, la pregunta que inmediatamente surgía en boca de toda la comunidad después de cada avistamiento era ¿Cómo habían podido llegar aquellos hombres hasta aquí? 

El extremo sur de la costa de Groenlandia se encontraba a más de mil quinientos kilómetros de distancia a vuelo de pájaro, un recorrido que no atravesaba precisamente las plácidas aguas del océano Pacífico, sino que cruzaba un mar negro como el azabache, embravecido y plagado de icebergs. Un lugar inhóspito donde se producen tormentas brutales, donde las cubiertas y los aparejos de los barcos se sumergen en una espesa capa de hielo que tarda apenas unos minutos en formarse. 

Aquel era uno de los mayores misterios que orbitaba sobre las islas y al que nadie hasta ahora había podido dar solución. Era la fuente que alimentaba las leyendas que se contaban junto a la chimenea las interminables noches de invierno, cuando el viento aullaba y lanzaba la nieve contra las contraventanas de madera de las casas de los pescadores.

Existían teorías de todo tipo. Los granjeros pensaban en la isla que algunos esquimales, tras padecer largas temporadas de hambruna, podrían haberse visto obligados a aventurarse a cruzar el ancho océano en busca de mejor caza. Era conocida su costumbre de sacrificar a bebés y ancianos para evitar su sufrimiento en casos de extrema gravedad, de manera, que cualquier intento por parte de los mejores cazadores de evitar esta horrible tragedia era fácil de concebir por descabellado que pudiese parecer. Al fin y al cabo los pescadores de las Orcadas también desaparecían de tanto en tanto cuando los caladeros más cercanos se agotaban y tenían que adentrarse más en el mar para poder traer algo de comida a casa.

Otros pensaban que, desesperados por algún desengaño amoroso, buscaran una muerte que ellos consideraban honrosa o que simplemente habían sido separados de las costas de su hogar, mientras cazaban focas, arrastrados por alguna inmisericorde tormenta. 

La travesía de más de un mes de duración era ya un difícil reto para los grandes barcos de madera reforzados y bien equipados que navegaban por aquellas latitudes, por lo que para las frágiles embarcaciones de los esquimales la hazaña se convertía en locura. Los Groenlandeses no solían separarse grandes distancias de sus costas para cazar focas, cuando lo hacían, viajaban en parejas uniendo sus embarcaciones entre sí para ganar estabilidad. Además, subidos en sus kayaks no podían hacer sus necesidades y las pieles cosidas y engrasadas que los hacían flotar apenas aguantaban la impermeabilidad más de una semana si no recibian el adecuado mantenimiento.

Sin embargo, los balleneros tenían una explicación quizás menos romántica pero más realista de lo que estaba sucediendo. Pensaban que los nativos habían sido capturados o secuestrados por barcos allí donde vivían, y que de alguna manera, éstos se habían escapado en sus propios kayaks al llegar a las proximidades de las islas Orcadas. El secuestro de esquimales era algo que, por desgracia, sucedía frecuentemente. El legendario explorador Martin Frobisher, allá por el año 1576 durante su primera expedición a la isla de Baffin en el norte de Canadá, secuestró y trajo a las islas Británicas en su barco, el Gabriel, a un pobre cazador junto a su kayak, y a una pareja junto con su hijo en su segunda expedición el año siguiente. 

De regreso de aquel segundo viaje, Frobisher hizo escala en las Orcadas, allí mostraron orgullosos sus capturas a los boquiabiertos habitantes de las islas. Pero lo que los rostros de los isleños le devolvieron no fueron miradas de asombro y admiración, sino de pena y misericordia al ver el lamentable estado en el que aquella pobre familia se encontraba.

Días después, en Inglaterra, Frobisher mostró al alcalde de Bristol su valiosa adquisición, un hombre y una mujer adultos y su pequeño bebé. El desalmado explorador obligó al jóven Galicho, que así se llamaba el padre de familia, a exhibir sus habilidades de caza sobre el kayak en el río Avon. El día estaba nublado, llovía y hacía frío. Pero a pesar de encontrarse gravemente herido, el desdichado esquimal, logró cazar varios patos con su arpón para regocijo de todos los espectadores

Desgraciadamente, durante su captura, uno de los marineros del Gabriel había roto a Galicho dos costillas al lanzarlo brutalmente contra el suelo de la cubierta. Éstas habían perforado uno de sus pulmones y Galicho murió de neumonía apenas un mes después de aquella brillante exhibición. Su mujer Ignorth también enfermó poco después de tuberculosis y murió tan solo una semana después. Ambos fueron enterrados en el cementerio de St Stephen de Bristol sin ceremonia y sin lápida. El pequeño llamado Nutaaq, que había sido herido de bala en un brazo también durante su captura en Baffin, no tardó en seguir a sus predecesores. Los tres desdichados habían perecido antes de que Frobisher pudiese exhibirlos ante la reina Isabel, como había sido su intención.

La llegada de los Esquimales a tierras escocesas siempre había estado hasta entonces impregnada de dramatismo y tragedia y lo que ocurrió el año en el que transcurre nuestra historia, no hizo más que continuar con aquella amarga tradición. El relato de lo sucedido era sorprendente, sombrío y aterrador, pero a la vez, de alguna manera, misterioso y bello. Los nombres de Imaq y Anori permanecerían en las mentes de muchos durante largos años. Su historia de amor se habría de ver truncada y se trenzaría de manera trágica con la trayectoria errática del inhumano pirata John Gow.

...

Hacía tiempo que el joven John Gow se había marchado de Eday. Siempre había sido un crío problemático, de manera que cuando a la edad de doce años se embarcó por primera vez como grumete en un ballenero, los habitantes de la isla respiraron aliviados. 

Su familia, de origen muy humilde, había llegado desde la ciudad de Thurso situada en el norte de Escocia a Stromness en 1699 cuando John solo tenía un año de edad en busca de trabajo. Las posibilidades en la ciudad eran escasas, de manera que al poco tiempo la familia se trasladó a la isla de Eday donde su padre encontró pronto trabajo como pescador. Sus padres consiguieron que John, trabajara al cumplir ocho años como ayudante de cocina en la próspera finca de Carrick House, la más importante de la isla. A cambio, los dueños le proporcionarían alojamiento, comida y le enseñarían a leer y escribir. 

Gow era un inteligente y avispado joven de pelo negro, piel muy morena y una mirada penetrante de ojos verdes que aterrorizaba incluso a sus padres cuando éste clavaba su vista en ellos después de haber recibido alguna buena paliza. Pronto se descubrió como un completo inadaptado que comenzó a acosar a todos los sirvientes de la mansión con algo más que meras travesuras. James Fey, el hijo de los dueños de la finca, tenía la misma edad que John, y al contrario que él, era prácticamente su antagónico, torpe en sus maneras, lento de entendimiento, pelirrojo, de piel muy clara casi blanca y pecoso. Era un alma increíblemente bondadosa, incapaz de hacer daño a una mosca. Durante los cuatro años que se sucedieron en Carrick House la rivalidad entre los dos muchachos se hizo manifiesta. Mientras que uno sembraba el mal por doquier, el otro se esmeraba en deshacer las desgracias causadas por John, desataron la ira de los padres de james que expulsaron brutalmente de la finca al endiablado niño que acabó enrolado en uno de los muchos balleneros que arribaban a las islas.

Y así pasó muchos años viajando al norte. La dura vida del mar podía en aquellos tiempos convertir a muchachos como Gow bien en extraordinarios hombres de provecho o bien en monstruos merecedores de morir en la horca. A los veintiséis años, en el año 1725, la vida de John Gow dió un dramático giro que le arrastraría desde entonces por las oscuras y tenebrosas aguas de la piratería y la depravación y que le llevaría a ser uno de los protagonistas de nuestra historia. 

John embarcó como segundo de a bordo en el Caroline, un mercante holandés que zarpó de Amsterdam con destino a Santa Cruz de Tenerife en las islas Canarias a por su carga de cuero, lana y cera de abeja. Las travesías marítimas por aquella época eran largas y tediosas, a menudo escaseaba el agua y la comida solía estropearse con facilidad debido a la humedad y el calor, especialmente si el Capitán no había sido diligente en la organización de los avituallamientos. El escorbuto solía aparecer en los trayectos más largos y no había viaje que, por un motivo y otro, no acabara con la muerte de algún marinero.

Al mes de zarpar comenzaron los problemas. El capitán del Caroline, un francés llamado Oliver Ferneau de complexión recia que procedía de una familia de larga tradición mercante, tenía fama de ser muy mal organizado un personaje caótico y desorganizado. En sus cruceros siempre morían más hombres de lo habitual. Gran parte de la tripulación se quejaba antes incluso de zarpar al percibir que la carga de alimentos era insuficiente o estaba en mal estado. 

Durante aquel viaje, instigados previamente en la oscuridad de la bodega por el propio John Gow, los hombres comenzaron a protestar abiertamente ya en cubierta acerca del deplorable estado de las raciones. El Capitán aparentaba mientras tanto ignorar los múltiples reproches que le lanzaban sus hombres. Desordenado pero no idiota estaba en guardia, la voz de alarma se había despertado ya en el interior de su cabeza. 

Pasado el segundo mes de navegación, después de recoger la carga en Santa Cruz, Oliver empezó a temer lo peor, de manera que ordenó a su segundo de a bordo, John, y al resto de sus hombres de confianza que se hicieran con las armas y se preparasen para un eventual motín. Dejar que John Gow se hiciese con las armas era algo parecido a meter la cabeza en la boca de un león. Un error que pagaría caro.

Aquella misma noche, después del servicio religioso de las ocho celebrado en la cabina del capitán, cuando la tripulación se disponía a dormir, Gow distribuyó las armas que tenía en su poder para prevenir el motín entre los hombres. Algunos se escondieron debajo de las hamacas del primer oficial, sobrecargo y cirujano y los degollaron mientras dormían. El cirujano sin embargo no murió de forma instantánea. Con el cuchillo todavía clavado en su garganta, se revolvió y retorció y consiguió arrastrarse hasta la cubierta llenándolo todo de sangre mientras intentaba que algún sonido pudiese escapar de su boca a pesar de tener la garganta abierta. 

Oliver, alertado por el ruido salió de la cabina espada en mano solo para encontrarse con la dantesca escena. Su cirujano yacía tendido en el suelo sobre un inmenso charco de sangre rodeado por cinco de sus marineros armados. Éstos levantaron la mirada del moribundo tan solo un instante antes de abalanzarse sobre él como lobos hambrientos. El capitán recibió varias cuchilladas y golpes pero blandiendo la espada logró mantenerlos de alguna manera a raya, a todos menos a Gow, que había estado durante todo este tiempo fuera de la vista de Oliver, a su espalda, escondido junto a la puerta de la cabina. John alzó su pistola y le descerrajó sin piedad un tiro por la espalda. Todavía con vida y entre gritos y maldiciones, los hombres lo lanzaron sin miramientos por la borda. 

El Caroline fue rebautizado como el Revenge, y durante su camino de regreso hacia inglaterra costeando la costa portuguesa y española, comenzó a saquear a todos los barcos que encontraba a su paso. Atacaban mercantes para hacerse con su botín pero también pesqueros y transportes para hacerse con sus provisiones y prolongar su estancia en el mar sin necesidad de tener que pisar ningún puerto. Quizás fue el destino el que interpuso en su camino un pequeño balandro Vasco que procedía de las costas de Newfoundland y Labrador. 

Los hombres de Gow asaltaron al lento pesquero pasando a cuchillo a todos sus marineros, pero al descender a la bodega en busca de comida para los próximos días se toparon de bruces con una sorpresa que no esperaban. En un rincón oscuro junto a algunos malolientes barriles de pescado en sal, se escondía un hombre mayor de extraño aspecto y rasgos asiáticos. Tenía la cara ancha muy tatuada, el pelo largo y sucio y lo más sorprendente, iba vestido con pieles de animales cosidas entre sí. Los hombres de Gow estaban pasmados, jamás habían visto nada igual en su vida, pero para su capitán el aspecto de aquel hombre era algo más que familiar. Había pasado gran parte de su vida en sus tierras, frente a la costa de Groenlandia, durante sus años de ballenero y los conocía muy bien. Su lenguaje consonántico no les decía nada a los marineros pero para John era casi como oír hablar en su propia lengua, entendía prácticamente todo lo que el hombre balbuceaba.

Intrigados por aquel descubrimiento inspeccionaron los cuerpos de los marineros asesinados tratando de encontrar a alguno todavía con vida que pudiera ayudarles a entender que hacía aquel anciano en el barco. Un joven al que habían apuñalado en un costado cerca del corazón, yacía en cubierta pegado a la borda completamente inmóvil pero con los ojos muy abiertos fijos en un John que se acercaba a él a toda velocidad.

Uno de sus marineros, procedente de Huelva, le preguntó en español acerca de la procedencia de aquel hombre de la bodega. El pescador repuso que lo habían encontrado en una pequeña islita frente a la costa este del Labrador. Al parecer se trataba de un chamán esquimal que había llegado a la isla junto con la muchacha huyendo de sus compatriotas. Su intención, por lo visto, era primero realizar algún tipo de conjuro sobre la joven y posteriormente dirigirse al continente con ella para establecerse allí, pero una fuerte tormenta había arrastrado la embarcación lejos de la orilla y habían quedado atrapados en la isla como náufragos sin poder volver al continente, sin caza y sin agua. Pero... ¿Qué chica? Los hombres de Gow no habían encontrado a ninguna en la bodega. ¿De qué chica estaba hablando aquel desgraciado? 

Los marineros registraron el barco de arriba a abajo hasta que, cuando ya estaban dispuestos a renunciar pensando que quizás todo aquello no fuera más que un delirio errático de un marinero moribundo, uno de los hombres los llamó a voces. 

En otra esquina de la bodega, donde almacenaban los barriles de agua, oyeron unos sollozos entrecortados. Los hombres se acercaron lentamente a ellos despacio, como si intentasen no despertar a un dragón y allí, dentro de uno de los barriles llenos de agua hasta la mitad, había una escondida una joven muchacha de rasgos parecidos a los del viejo chamán. Temblaba y lloraba sin consuelo. Tenía el pelo largo y moreno y una hermosa cara que en aquellos momentos estaba pálida y desencajada. La sacaron a empujones del barril y la subieron junto al viejo a cubierta. Aunque ambos estaban aterrorizados, la mujer parecía eludir de alguna manera al brujo, no queriendo acercarse a él ni siquiera para alejarse de los marineros que no paraban de hacerle muecas mientras trataban de tocarla incesantemente.

Extraño descubrimiento. John Gow no sabía muy bien como actuar, aquello no entraba en sus planes, de manera que los metió a bordo del Revenge hasta que decidiera qué hacer con ellos, y zarparon de nuevo rumbo al norte dejando atrás al balandro a la deriva. Quizás pudiera venderlos más adelante en Portugal o España como esclavos, eran lo suficientemente exóticos como para pedir por ellos un buen precio, especialmente la chica.

John, durante su vida en las Orcadas había oído de niño también todas aquellas historias sobre la aparición de esquimales. Pero como buen ballenero, era de los que pensaba que era imposible que los habitantes de Groenlandia hubieran podido cruzar el Océano por sus propios medios. Era muy consciente de que los casos de rapto de nativos eran más que habituales. Los secuestrados, alejados de sus seres queridos, tierras y vidas, solían suicidarse lanzándose al mar durante la travesía. Aquellos que llegaban a Inglaterra, morían enfermos después de ser exhibidos sin descanso durante meses en conferencias científicas y todo tipo de actos públicos. Pero algunas veces, algunos afortunados, conseguían escapar por la noche cuando los marineros estaban borrachos. Huían con sus kayaks, que también habían sido requisados, al atisbar el primer rastro de costa, aunque a veces también abandonaban el barco en mitad del Océano, lo que les condenaba a una muerte segura y probablemente lenta.

La conciencia de John Gow se revolvió en su cabeza como un hombre vivo enterrado bajo tierra en un ataúd. Recuerdos de que él mismo, cuando solo era un muchacho, había arrojado al mar a una chiquilla secuestrada durante uno de sus viajes, hicieron acto de presencia en sus agitados pensamientos. A Gow le gustaba aquella niña, incluso le llevaba comida a escondidas por las noches, pero durante uno de sus encuentros, la muchacha le engañó, le envió a por más comida y trató de escapar mientras John bajaba las escaleras para robar pan en la despensa. Cuando se dió cuenta de lo que ocurría y la vió intentando hacer descender su kayak al agua, enfadado la empujó brutalmente haciéndola caer por la borda. Los esquimales no saben nadar, todos lo sabían, de manera que la pobre niña se hundió frente a sus ojos.

No recordaba tener remordimientos por lo sucedido aunque tenía una extraña sensación cada vez que recordaba el episodio desde entonces. Sentía esa misma sensación ahora, era la extraña historia que envolvía a esta peculiar pareja la que lo provocaba, además le tenía completamente intrigado. ¿Qué harían esa muchacha y aquel anciano juntos en aquel lejano islote? ¿Porque la habría secuestrado el chamán? 

Aquella misma noche arrastró a la mujer a su cabina para interrogarla. A la luz de la lámpara bamboleante de aceite que pendía del techo comenzó a escupir preguntas a la pobre criatura que no paraba de temblar. Le ofreció a regañadientes comida y bebida hasta que pareció que ésta se relajaba un poco.

Por señas y con una carta náutica por delante consiguió apenas entender entre sus sollozos que la muchacha se llamaba Imaq y que pertenecía a un pequeño poblado de la costa suroeste de Groenlandia. Al parecer el anciano que habían encontrado junto a él era un iliseetsut, un chamán de gran poder llamado Nimiriaq, que estaba obsesionado con la muchacha desde hacía ya tiempo. Una mañana soleada de primavera, cuando ella estaba poniendo trampas para zorros algo lejos del poblado, el aciano, que la había estado vigilando durante varias horas escondido detrás de una roca, se acercó sigilosamente, la golpeó en la cabeza, la agarró por el cabello y la arrastró a la fuerza al Umiak, el bote grande de la familia que tenían atado en la playa. 

Una vez a bordo, golpeó salvajemente a la pobre Imaq hasta dejarla inconsciente y extendiendo la pequeña vela de la embarcación puso rumbo al oeste hacia la costa de Labrador. En este punto, cuando la muchacha comenzó a contar algo referente a cómo su amado había intentado ayudarla, su discurso se tornó completamente ininteligible. Los sollozos se mezclaron con el torrente de palabras consonánticas que salían de su boca y Gow no pudo sacar nada en claro hasta que se tranquilizó un poco. 

El joven amante de la muchacha, que al parecer se llamaba Anori, al oír los gritos de Imaq había salido de su iglú y corrido a toda velocidad hacía la playa mientras el Umiak se alejaba a gran velocidad. Anori una vez en su kayak, comenzó a remar con todas sus fuerzas, pero aquel día el viento soplaba muy fuerte. Poco a poco se fueron distanciando mientras una terrible tormenta empezó a cernirse sobre ellos. Imaq contó entre lágrimas cómo Anori había conseguido seguirles durante varios kilómetros pero que al darse cuenta de que no podría alcanzarles y que seguramente la tormenta acabaría con él, hizo dar la vuelta al kayak, como solían hacer en sus fiordos para divertirse, solo que esta vez lo hizo no para salir de nuevo por el otro lado mojado y sonriente, sino que no completó el giro para dejarse morir ahogado. Una trágica técnica que empleaban los cazadores cuando eran conscientes de que no había posibilidad alguna de regresar a la costa y la muerte era cierta.

La muchacha entonces, como si de una antigua y olvidada letanía se tratase, comenzó a repetir una y otra que vez con los ojos entrecerrados que Anori era un Anginiartok, que era un Anginiartok y que volvería a buscarla. 

Aquella palabra erizó los pelos de la nuca de John Gow, la conocía muy bien. Los balleneros, que eran muy supersticiosos, contaban historias horribles relativas a aquellas criaturas. Decían que los Anginiartok eran hombres que podían navegar entre el mundo de los muertos y la tierra de los vivos. La leyenda decía que sus madres seguían una estricta dieta mientras que ellos debían de acostumbrarse desde muy pequeños al olor de la orina y nunca jamás hacer a daño a un perro. Un inverosimil mito pero que él creía a pies juntillas. Era entonces, cuando el niño se convertía en muchacho, cuando su padre lo llevaba a practicar con el kayak a algún fiordo tranquilo y pronunciaba entre murmullos la plegaria correspondiente implorando a sus abuelos y bisabuelos que lo tomaran bajo su protección. A partir de ese momento, la leyenda decía que los perros lo protegerían y cuidarían y que el Anginiartok podría ser llamado de vuelta por sus familiares y amados desde el mundo de los muertos en caso de que su kayak volcase y muriese ahogado, para volver a caminar entre los vivos. 

Todavía con la mirada perdida en el mar que veía a través de las ventanas de su cabina, y tratando de asimilar lo que acababa de oír, Gow oyó como la voz de Imaq, lejana y apagada como si estuviese todavía sumergida en el agua del barril, seguía narrando la historia. Le contó como un viento de fuerza antinatural los había arrastrado hacia el oeste durante el transcurso de una semana hasta que, completamente agotados, hambrientos y sedientos habían desembarcado en el islote donde los pescadores les habían encontrado. 

Nada más poner pie en tierra Nimiriak comenzó a preparar el conjuro que al parecer debía de romper los lazos de amor entre entre Imaq y Anori. Fue entonces cuando los gritos desesperados de la muchacha alertaron a los pescadores vascos que se encontraban en la zona. Éstos, ante el evidente desasosiego de la mujer y la aversión que ésta abiertamente demostraba hacia el chamán, se aproximaron y desembarcaron en la isla. La escena era esperpéntica, sin saber muy bien qué hacer y por temor a que el anciano pudiese hacer daño a la chica, al final decidieron llevarse a los dos consigo a bordo del pesquero. 

John Gow estaba fascinado, sus recuerdos de niñez y las historias que se contaban sobre los esquimales en las Orcadas se agolpaban ahora de repente en su cabeza y se entremezclaban con las historias sobre los Anginiartoks que contaban los balleneros. 

Una de aquellas historias de horror contaba que una vez un barco había arrollado adrede a un esquimal en su kayak por pura diversión. El cazador había muerto ahogado al volcar su embarcación. El hombre resultó ser un Anginiartok que aquella misma noche fue invocado por sus familiares para que se vengase del Capitán. 

El cirujano de a bordo había pegado un grito cuando a la mañana siguiente, después de forzar la puerta de la cabina del capitán, había encontrado su cadáver sentado en la silla detrás de su escritorio empalado por un arpón. Las ventanas cerradas por dentro, no habían sido forzadas y no había ninguna otra entrada al camarote.

También era muy popular aquella otra historia en la que se relataba como al pisar tierra, decenas de perros se habían echado encima de un avaricioso marinero que también había hecho voltear el kayak de un esquimal. Los hombres habían discutido de bote a bote mientras negociaban el precio de una piel de oso. Los perros destrozaron el cuerpo de aquel desgraciado esparciendo pedazos por todos lados y llenando toda la nieve de sangre. 

Anori vendrá a buscarme - lloriqueo Imaq. 

Gow despertó de su letargo, no daba crédito, aquellos dos esquimales habían cruzado la distancia de novecientos kilómetros que separaba el extremo sur de groenlandia a Labrador en su pequeño Umiak en apenas una semana. 

Quizás después de todo, las historias que contaban sobre aquellas enormes travesías no fuesen tan fabulosas al fin y al cabo como a él le parecían. ¿Cabía entonces la posibilidad de que si Anori no se hubiese ahogado pudiese cruzar aquel infierno de aguas heladas con su frágil Kayak para alcanzar las costas de europa y a su amada? o, si realmente se hubiese suicidado y fuese un Anginiartok, ¿podría su espíritu ser capaz de cruzar el Océano como el viento y volver a la vida a este lado del mundo para reunirse con Imaq?

El recuerdo de aquellas historias sobre los Anginiartoks hizo poner fin a John Gow momentáneamente a su cacería, tenía un mal presentimiento, muy malo. Volvió a encerrar a los nativos en la bodega y puso al Revenge rumbo al norte, era tiempo de volver a casa, a sus queridas islas. Había llegado la hora de vender las mercancías que habían capturado, deshacerse de los esquimales y quien sabe, quizás también de saquear su tierra madre. No faltaban allí casonas de ricos hacendados que habían hecho fortuna después de años de fructífero comercio entre las Orcadas y Noruega. 

Menos de dos semanas después llegaban a Stromness. El plan de John Gow era hacerse pasar en primera instancia por un rico mercante que llegaba a las islas para afincarse allí. Así, podría vender disimuladamente todas las mercancías que había robado. Se vistieron con las mejores galas de las que disponían, cambió su nombre por el de Mr Smith y rebautizó a su barco como el George. John mantuvo a los esquimales ocultos a bordo para evitar suspicacias y preguntas cuando desembarcaron para pasear por el pueblo. Aparentemente los habitantes de Stromness estaban habituados a este tipo de engaños, de manera que evitaron hacer demasiadas preguntas comprometedoras a los recién llegados para evitar provocar un conflicto.

Pero la mala fortuna se cruzó como una nube oscura sobre el hasta ahora cielo abierto de John. Un día después de haber llegado, arribó a la ciudad un carguero procedente de Portugal. El capitán de aquel barco había escapado unas semanas antes a duras penas al intento de asalto de Gow pero reconoció sin ningún atisbo de dudas el Revenge. Después de perseguirlo durante horas, el capitán del mercante había grabado a través del telescopio en sus retinas cada uno de los detalles del aparejo del barco pirata. 

Raudo, acudió al puesto de guardia de la ciudad y puso en alerta a toda la guarnición. Los hombres de Gow se percataron del peligro y algunos empezaron a actuar de forma desesperada. Diez de sus hombres desertaron robando uno de sus botes aquella misma noche para poner rumbo a escocia, poco después su segundo de a bordo, el hombre que menor confianza le inspiraba, Robert Reid, huyó a Kirkwall, la capital de las Orcadas, para entregarse. Todos sus hombres le estaban traicionando.

A la mañana siguiente, al percatarse del abandono de sus hombres John se dio cuenta de que estaba vendido. No podía quedarse en las islas, las noticias en aquel pequeño y aislado universo se desparramaban como agua en una cubierta, todos los habitantes estarían pronto en alerta. Tampoco podía volver por donde había venido. Si sus hombres fugados eran apresados o se entregaban a las autoridades en Escocia, escapar hacia el sur quedaba descartado. 

De manera que zarpó hacia el norte de nuevo. Quien sabe, si podía reponer provisiones y agua en la isla de Eday que conocía tan bien, quizás podría seguir después la ruta de los balleneros y escapar hacia Groenlandia, la tierra de los esquimales, o quizás más lejos aún, a Labrador y a América. Y eso hizo, anunció sus planes a lo que quedaba de su tripulación y sin perder un instante, aprovechando vientos favorables, al terminar el día ya tenía la costa de Eday a la vista . 

En su camino hacia Calfsound, donde pensaba reabastecerse, el Revenge sorprendentemente se entretuvo efectuando diversas paradas para saquear las villas más prósperas que conocía. El instinto pirata era más poderoso que el miedo y la prudencia. El temerario Gow sería recordado muchos años después por haber regresado tranquilamente hacia su barco, después de saquear y prender fuego a una de ellas, marchando al son de la gaita tocada bajo amenaza por uno de los sirvientes de la casa. 

Después de aquellos intempestivos raids, Gow llegó por fin a Calfsound amparándose en la oscuridad que les proporcionaba una noche negra de luna nueva. Todavía con las velas desplegadas se aventuró por el estrecho que se encontraba bajo los acantilados de Red Head rumbo hacia al puerto pesquero. Pero Nimiriak se había apercibido de las intenciones de Gow, había oído sus órdenes y no le cabía ninguna duda de que la única ruta de escape del capitán era hacia el norte, de vuelta hacia su país. Bajo ninguna circunstancia podía dejar que Gow le llevara de vuelta a su tierra donde el espíritu de Anori aguardaba su regreso.

Aprovechando que John y todos sus hombres tenían la vista fija en la parte alta del acantilado mientras navegaban, vigilando no ser vistos por ningún lugareño, se dirigió sigilosamente como una serpiente a popa y estrelló un cubo de madera en la cabeza del timonel. Inmediatamente, al encontrarse sin guía, el barco viró bruscamente enfrentando la proa a las rocas del pie del acantilado. El golpe fue brutal. Todos los hombres fueron catapultados hacia delante como si los hubiesen arrastrado a todos a la vez con una cuerda. Algunos cayeron por la borda y rompieron sus cabezas contra las rocas o se ahogaron entre la espuma de las olas y proferían desesperados gritos de auxilio . John Gow recibió un fuerte golpe en la frente al estrellarse contra el mástil principal. El resto de la tripulación logró hacer descender un bote para dirigirse hacia el muelle pesquero que daba acceso a la carretera que llegaba a Calfsound. 

John tenía los ojos llenos de sangre, pero aún así pudo ver como el maldito chamán se las arreglaba para introducir a Imaq en uno de sus botes y lanzarlo al agua. Tenía que haber matado a aquel bastardo cuando tuvo la oportunidad.

Gow consiguió finalmente escapar también con uno de los botes más pequeños y llegar al muelle. Desde allí subió tambaleándose por la carretera que llevaba a Calfsound. En lo alto del acantilado la niebla lo ocultaba prácticamente todo, pero entre ella pudo divisar las luces encendidas de Carrick House que se alzaba insolente ante él. Multitud de recuerdos se agolparon en su cabeza de repente, y un estremecimiento de dolor y náuseas recorrió todo su cuerpo. Era el tipo de sensación que tenía cuando anticipaba una cruenta batalla. Quizás podría esconderse allí hasta el amanecer, robar algo de comida y volver al bote que había dejado escondido para ir después a alguna otra parte. Conocía bien la casa. 

Arrastrándose sobre la tierra húmeda se acercó lentamente hacia las luces del caserio. El silencio era absoluto y la puerta frontal estaba abierta. Desenvainó la espada y con mucha precaución cruzó el umbral. Al otro lado del vestíbulo estaba James Fey, el pelirrojo hijo de los dueños de Carrick House que le miraba sonriente y desafiante. Sonreía. habían pasado muchos años pero tenía la misma cara pálida cubierta de pecas. ¿Pero por qué sonreía? Su mirada pasó de sus ojos azules al suelo de madera, había sangre y muchos arañazos en el suelo de madera de la entrada.

El golpe que recibió le tiró al suelo como si de repente hubiese pasado a pesar doscientos kilos. Todavía con los ojos abiertos vio como James se inclinaba hacia él hasta ponerse cara a cara con la mejilla apoyada en el suelo para así poder mirarle a los ojos y le dijo:

- Se acabó John Gow, para ti la fiesta se ha terminado.- 

Múltiples manos le agarraron por brazos y piernas, mientras se revolvía reconoció los inconfundibles uniformes de la guardia local. Conocía bien aquellas casacas rojas. Risas y más golpes. ¿Era este su final? ¿Iba a acabar todo de esta manera? Todo se convirtió en oscuridad y su cerebro dejó de pensar.

Mientras tanto, Nimiriak, había conseguido cruzar el estrecho que separaba Red Head, de la isla de Calf of Eday donde arrastró a Imaq hasta las ruinas vikingas. El acceso a la cámara, era muy similar a la entrada de los iglús de su tierra, una pequeña abertura por lo que había que arrastrarse varios metros hasta aparecer en una espaciosa habitación abovedada de unos diez metros de diámetro y tres de altura. Si, tan parecida era a un iglú que a Imiaq no le sorprendió ver en el suelo amuletos esquimales y puntas de arpón esparcidos por el suelo. El lugar era oscuro, húmedo y poco ventilado.

Pasó un mes hasta que John, todos los hombres capturados en Eday y aquellos que se fugaron a Escocia y que fueron capturados en el fiordo de Firth, fueran juzgados en Londres. Gow fue torturado cada día de aquel mes con el objeto de hacerle confesar sus crímenes. Pero resistió tozudamente hasta el final declarándose no culpable después de cada sesión. 

El juicio fue rápido, el testimonio de los marineros que se habían entregado fue determinante. John y nueve de sus hombres fueron condenados a muerte por los crímenes de asesinato y piratería. Londres entero estaba revolucionada, hacía casi dos meses que no se ajusticiaba a nadie en el muelle de ejecuciones. El patíbulo fue construido a toda velocidad para proceder cuanto antes con el ahorcamiento. 

El día de la ejecución llovía a mares. Los condenados subieron en fila india por la escalera que llevaba a la plataforma. También llovía en Calf of Sound cuando Nimiriak, arrodillado en el centro del túmulo, puso los ojos en blanco y comenzó a realizar el conjuro sobre Imaq para arrebatarle del corazón el amor hacia Anori mientras ella, encogida y tendida sobre el suelo empapado, murmuraba para sí palabras inaudibles para el chamán. 

Uno a uno, los diez piratas fueron cayendo por la trampilla del patíbulo. El sordo chasquido de sus cuellos al romperse no pudo evitar que por la mente de John Gow se cruzase el rostro de aquella muchacha esquimal a la que había lanzado al agua hacía tantos años. Al mismo tiempo, a centenares de millas de distancia, Imaq entre sollozos aulló el nombre de Anori como si este pudiese venir a salvarla.

Llegó el turno de John que fue conducido a golpes por el verdugo hasta la soga. Había pedido una ejecución rápida, dependía de la buena voluntad de su ajusticiador que el proceso durase segundos o largos y agonizantes minutos. Un momento después, el cuerpo de John Gow cayó bruscamente por la abertura del patíbulo, pero no hubo chasquido. 

El verdugo tiró tan fuerte de las piernas de John que la cuerda se partió y el pirata cayó sobre él protagonizando una escena que habría sido cómica en cualquier otras circunstancias. Gow subió tambaleante y conmocionado de nuevo a duras penas al patíbulo. Ésta vez, mientras caía, creyó ver a una pequeña niña de rasgos orientales y cara ancha entre la muchedumbre. Como una pequeña esquimal vestida con ropas europeas que le miraba con ternura y lágrimas en los ojos. Un rostro muy familiar que había visto en innumerables pesadillas, pero esta vez el rostro le sonreía dulcemente. Aquellos fueron sus últimos pensamientos. Sus oídos captaron claramente el fuerte chasquido de su columna vertebral al seccionarse de golpe. Todavía estaba vivo cuando también percibió el rugir de la multitud sedienta de sangre que se agolpaba en el malecón y vió como la muchacha esquimal se daba la vuelta para desaparecer entre la muchedumbre. 

La lluvia y el rugir del viento no impidieron que el chamán oyera un fuerte ruido, seco como el de un tronco al partirse, fuera del túmulo. Nimiriak, interrumpió la oración, gritó con furio, y con los ojos enrojecidos y desorbitados volvió la cabeza hacia la abertura de la cámara mortuoria, empujó a Imaq al suelo y se dirigió afuera arrastrándose por la puerta.

Nimiriak salió a la intemperie, donde la tormenta aullaba enloquecida, miró primero al cielo y después alrededor suyo. Apenas se veía nada aquella noche de luna nueva con el cielo totalmente encapotado. Bufidos y gruñidos. Ojos brillantes en la oscuridad y unas formas oscuras y peludas, muchas, que le rodeaban en la negrura. Encías y largos colmillos. Criaturas diabólicas, como gigantescos perros de trineo que distinguió ahora con claridad cuando comenzaron a cerrar el círculo sobre él.

El chamán retrocedió caminando de espaldas hasta que tropezó con una figura envuelta en pieles. Volvió la vista para encontrarse con algo que en el fondo esperaba, los ojos de Anori. Clavados en él. Su rostro se encontraba a unos escasos centímetros del suyo. El aullido de ira y horror de Nimiriak se vió interrumpido por el arpón que Anori introdujo con fuerza por su garganta. La lanza penetró profundamente hasta atravesarle el corazón, dejándole clavado en el suelo exáctamente donde estaba. 

El cuerpo balanceante de John Gow y sus nueve hombres fueron abandonados por espacio de tres mareas en el muelle junto al Támesis como era costumbre. Después, los cadáveres putrefactos fueron encadenados y colgados de unos postes dispuestos a tal efecto en la rivera del río como advertencia para todo aquel que sintiera la necesidad de seguir los pasos del pirata de las Orcadas.

El abrazo entre Imaq y Anori y todas las cosas que se dijeron e hicieron durante los momentos siguientes podrían llenar páginas de una de esas bonitas historias románticas que mueven montañas y hechizan a sus lectores. De nuevo juntos, no les quedó más remedio que permanecer en aquella extraña tierra donde se establecieron como pudieron haciendo de aquellas ruinas su hogar. Fabricaron un kayak para cada uno con las pieles de los animales que cazaron y jugaron durante los años que se sucedieron a esconderse de los lugareños que de vez en cuando les veían pescar desde lo alto del acantilado de Red Head. 

Dicen quienes afirman haberles visto, que solían salir a la puesta de sol cuando hacia el oeste todo el horizonte se vuelve naranja. Juegan divertidos entre las olas a perseguirse con sus kayaks y se salpican agua con los remos. Sus siluetas pueden verse a contraluz, como sombras chinescas proyectadas sobre un fondo anaranjado, mientras reman arriba y abajo danzando al son de la marea. 

Dicen los habitantes de Eday que desde allí nunca podrán volver a su lejana tierra pero que en realidad no tienen ninguna intención de hacerlo, porque ahora Anori tiene a Imaq e Imaq tiene a Anori. El amor ha unido el viento al océano y el océano al viento.


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